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La sombra de las estrellas

larazon

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Pertenecía a esa hornada de muchachos nuevos que invadieron los cines del momento. Todos ellos cambiaron la manera de actuar y todos ellos eran hijos, directos o metafóricos, de los soldados que combatieron en la Segunda Guerra Mundial. Ninguno, salvo Lichtenstein –que no era intérprete, sino pintor– había participado en la contienda ni intervenido en una batalla. Sin embargo, consiguieron inscribir sus nombres en una nueva rebeldía idealista, contestaria y un poco ingenua que ayudaría a los jóvenes a liberarse de viejas ataduras sociales. Un ejemplo fue James Dean, con todos esos tormentos variados que exhibía en sus películas, o un gran Marlon Brando motero con chupa de cuero y con un gesto desafiante y chulesco arropándole el rostro, lo que daba al espectador una impresión fuerte, de encontrarse ante un hombre capaz de desafiar al mundo él solo y salir, encima, victorioso.
Hopper se convirtió en la sombra silenciosa que perseguía a esta tanda de jóvenes prometedores. Aguardaba en los estudios o las localizaciones de los rodajes para captar desprevenidas a estas estrellas, algunas de ellas muy polémicas, muy mediáticas y muy guapas, como esa Jane Fonda en bikini y tirando con arco, igual que una amazona, pero con más pasta y con todo el glamour cinematográfico que había heredado de su padre. Una pose que dice bastante de la personalidad que gastaba por entonces. O ese Paul Newman pensativo y muy zen, con la piel dividida por una sombra carcelaria, pero incapaz de restarle un ápice el carisma que le inmortalizó.
La exposición del Museo Picasso recuerda a estos ídolos y, de paso, en una de las secciones, exhibe un guión anotado por Hopper. El centro repasa también las películas en las que participó el actor e incluye, en otro espacio, las imágenes de aquellos grupos que pusieron banda sonora a esa década. De hecho, se puede escuchar sus canciones en las salas para que el visitante se empape de la época.

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