Enfermeras de día, asesinas de noche
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La máquina de exterminio que supuso el holocausto nazi estuvo dirigida y dominada, sin duda, por los hombres. Suele suponerse por ello que las mujeres sólo tuvieron un papel secundario en los crímenes del nazismo. No es verdad. Cuando los alemanes avanzaron hacia el este de Europa, medio millón de mujeres jóvenes los siguieron –maestras, enfermeras, secretarias...– para desempeñar las más diversas funciones, desde organizar despachos hasta colaborar directamente con las SS en la masacre. Así lo recoge la historiadora americana Wendy Lower en su libro «Las arpías de Hitler», un trabajo que descubre el gran número de alemanas aparentemente normales que, voluntariamente, fueron a territorios orientales ocupados –Polonia, Ucrania, Bielorrusia, Letonia...–, donde el genocidio estaba ocurriendo abiertamente. Las primeras matanzas las protagonizaron enfermeras en hospitales exterminando a miles de niños por hambre, drogas o inyecciones letales. Sorprendentemente, la mayoría escapó a los juicios y al castigo tras la derrota de Alemania, de modo que la autora ha tenido que investigar a partir de una documentación hasta ahora desconocida que le ha permitido recuperar historias personales y plantearse la pregunta que da pleno sentido a su trabajo: ¿qué las llevó a matar?
Constructoras del Reich
El escalofriante relato es fruto de una minuciosa investigación realizada en Ucrania, Polonia, Alemania, EE UU y Austria sobre miles de documentos, sumarios y testimonios. Hitler llevó legiones de colaboradores al este con la intención de colonizar y edificar un imperio. Al marcharse, los soviéticos encontraron infinidad de carpetas con fotos, periódicos, películas... que se clasificaron y quedaron ocultos tras el telón de acero. Al analizar el material, la autora declaró: «Para mi sorpresa, hallé nombres de jóvenes alemanas que habían sido activas constructoras del imperio de Hitler, aunque aparecían en inocuas y burocráticas listas de maestras de guardería. Esto me puso sobre la pista». Al testificar en la postguerra, «vi que muchas se expresaron insensibles y arrogantes sobre lo que habían visto y vivido», como una maestra que relataba cómo al cruzar la frontera un oficial las tranquilizaba diciendo que no se asustaran con los disparos, «sólo se disparaba a judíos». Si disparar a judíos no era motivo de alarma, ¿cómo responderían al llegar a sus puestos? Algunos supervivientes las identificaron, no sólo como alegres espectadoras, sino como acosadoras y violentas torturadoras, demostrando que fueron parte esencial de la maquinaria destructiva de Hitler.
Lower recoge la actuación de trece de ellas. «Sobre Erna Petri, encontré grabaciones de interrogatorios –dice la autora–. Ella y su marido, un oficial de las SS, dirigían una finca en la Polonia ocupada.Confesó haber asesinado a seis niños judíos de 6 a 12 años que habían escapado de un tren con destino al campo de Sobibor. Con gran detalle los describió medio desnudos gimoteando mientras ella empuñaba su pistola y los iba matando uno por uno». Era madre de dos pequeños. Al preguntarle cómo una madre pudo matar a seis niños, «Petri se refirió al antisemistismo del régimen y al deseo de demostrar su valía ante los hombres. Era la encarnación del sistema nazi». Johanna Altvater fue a Ucrania como una joven soltera de 22 años. Secretaria de un comisario, fue acusada de aplastar la cabeza de un niño contra un muro del gueto y de matar niños arrojándolos desde la ventana de un hospital. De regreso a Alemania, Altvater se convirtió en trabajadora social de bienestar para la juventud y adoptó un hijo. Estos son algunos casos documentados de mujeres asesinas, un fenómeno que se tendió a omitir o soslayar, pero fueron muchos más los que quedaron sin documentar. «Las arpías de Hitler no fueron unas sociópatas marginales –escribe Lower–, creían defenderse de los enemigos del Reich. Sus actos eran una expresión de lealtad». En el vocabulario nazi, ser de la «Volksgemeinschaft», o Comunidad del Pueblo, significa participar en las campañas del Reich, incluido el Holocausto. Los hombres controlaban las instituciones, pero también había mujeres profesionales, esposas y amantes que se arrimaban al poder. Algunas ocuparon cargos jerárquicos ostentando un poder sin precedentes sobre los que dieron en considerar «subhumanos» o escoria. Con licencia para maltratar y matar, estuvieron próximas a los escenarios del crimen, al horror de los guetos, a los campos de concentración y a las ejecuciones en masa. Para la historiadora, «las arpías eran celosas administradoras, ladronas, torturadoras y asesinas en aquellos baños de sangre». Muchas trabajaron en hospitales militares y de las Waffen- SS y se relacionaron con las tropas. Secretarias que no sólo mecanografiaron órdenes de ejecución, sino que participaron en las matanzas junto a las fosas de cadáveres. Las esposas y amantes de los miembros de las SS no sólo se dedicaban a consolar a sus compañeros cuando venían de hacer trabajos sucios.
A veces también se ensuciaron de sangre. Preparaban refrigerios para sus hombres cerca de donde éstos ejecutaban. «En un pueblecito de Letonia, una joven etnógrafa hacía de animadora de la fiesta y de asesina en masa. La relación entre intimidad sexual y violencia saltaba a la vista mientras leía los archivos –escribe la autora–. Una salida romántica al bosque podía conducir a los amantes a un episodio sangriento». Cuenta que en la cacería de un comisionado alemán, al no hallar animales, dispararon a judíos sobre la nieve. «Las arpías no siempre fueron agentes nazis, a menudo eran madres, novias o esposas que se reunieron con ellos allí donde estaban destinados y entre éstas estaban algunas de las peores asesinas».
Jóvenes ambiciosas
Sin embargo, la mayoría, horrorizadas por la violencia del Holocausto, hallaron maneras de distanciarse y minimizar su papel como agentes criminales. Toda alemana contribuyó de una u otra manera al esfuerzo de la guerra. Sacaron adelante hogares sin padre, granjas, campos, negocios familiares, fábricas. Realizaron una labor poco estudiada y reconocida. Para otras, en cambio, se abrieron nuevos horizontes profesionales, incluidos los campos de concentración. Mujeres que no fueron formadas para la crueldad y por azar acabaron siendo asesinas. Para estas jóvenes ambiciosas, las posibilidades de ascenso se multiplicaban. Lower se centra en la transformación de mujeres concretas rodeadas de la élite nazi en los campos de la muerte. Una generación, de los diecisiete a los treinta años, que se hizo adulta durante el ascenso y la derrota de Hitler.
Tras la guerra, fueron pocas las que comentaron sus experiencias. Estaban demasiado asustadas y avergonzadas como para contarlo, aunque no por sentimiento de culpa. Su silencio ilustra el egoísmo, su juventud, la ambición, la atmósfera ideológica donde crecieron y el instinto de conservación. Cuando se revelaron en toda su crueldad historias de guardianas como las de Irme Grese o Ilse Koch, se podría haber abierto el debate –Grese fue ahorcada a los 21 años por crímenes cometidos en Auschwitz y Koch fue declarada culpable de asesinatos en Buchenwald–, pero, la perspectiva feminista se centró en la victimización de la mujer y no en su capacidad criminal.