Iñaki Oyarbide: «No somos tan divos, también nos pegamos batacazos»
Iñaki Oyarbide. Cocinero. Ha inaugurado una «neotaberna» de nombre La Chelo, de cuya cocina salen platos honestos que son pura tradición
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Iñaki Oyarbide y su esposa, Ángela, regresan al escenario culinario con una acogedora «neotaberna», situada en uno de los barrios gastronómicos de moda de la capital, el de Retiro. Con La Chelo, de reciente apertura, el cocinero rinde tributo a su madre, Chelo Apalategui. Ella, junto a su padre, Jesús Oyarbide, forman parte de la historia de la cocina española como fundadores de dos restaurantes emblemáticos: Príncipe de Viana y Zalacaín. De ambos templos encontramos en este espacio joyas que hoy en día se ven poco: los manteles de hilo, la cristalería y la primera vajilla que, incluso, vistió las mesas del primer restaurante de la familia Oyarbide en Echegárate (Alsasua).
–Iñaki, se rompe un plato y menudo disgusto.
–No se rompen, te lo aseguro, una vez se me cayó uno de canto en un pie y me lo hizo polvo, pero el plato está ahí.
–¿Ha decidido regresar a sus orígenes?
–Sí. En esta taberna se saborea el espíritu de los Oyarbide: las croquetas, la menestra, el ajoarriero, las albóndigas y los guisos, entre otros platos. La cocina tradicional está algo abandonada y es la que demanda el comensal.
–¿Qué encuentra el cliente de Zalacaín y de Príncipe de Viana?
–Existe una similitud con Príncipe de Viana. Zalacaín fue el gran montaje de mi padre. Era una escuela de servicio, de altísima cocina. Sin embargo, La Chelo es pura tradición, que fue por donde empezamos. Por tratar muy bien el producto de Navarra. Las verduras y las legumbres, por ejemplo. Nos habíamos olvidado de ellas y no puede ser.
–¿Se ha hartado el comensal de la innovación culinaria?
–Cabemos todos en el panorama gastronómico, pero hace falta un poco de cocina de la abuela. En este local tan pequeño se llegan a hacer ciento y pico litros de bechamel para croquetas a la semana, una locura. Para qué voy a hacer innovación, si lo que me han enseñado desde pequeñito, bien hecho, es maravilloso.
–Renovarse o morir. Se ha convertido en un tabernero del siglo XXI.
–¿Tú conoces otro remedio? Estoy en el momento más dulce de mi vida.
–No. Incluso la localización del restaurante es inmejorable, algo muy importante para que funcione.
–La estudiamos mucho. Es fundamental que existan cerca otros establecimientos. No los veo como una competencia, al revés, en este barrio hay un ambientazo increíble, y cada uno tiene su identidad.
–Y, por supuesto, detrás de un gran cocinero hay una gran mujer.
-Sin duda. Somos el yin y el yang. Ángela conoce muy bien el mundo de la hostelería y es muy ordenada. Si quieres perder un papel, dámelo, que te lo pierdo seguro.
–La Chelo es otro claro ejemplo del gran triunfo de la democratización de la alta cocina.
–Sí, y es así por necesidad. El otro día almorcé en Horcher y ahí sí sentí nostalgia. Me emocionó disfrutar de un gran servicio en sala que hoy no se valora. Se da más importancia al cocinero efectista. Incluso se habla de las estrellas de un chef, cuando éstas se otorgan a un establecimiento, porque en hostelería una persona sola no hace nada. Necesita un gran equipo.
–¿Cree que los grandes restaurantes tienden a desaparecer?
–No, por favor. Lo que sí es verdad es que resulta difícil tener acceso a ellos, porque son caros, pero te hacen sentir especial.
–De hecho, casi de lo que más se habló durante la pasada entrega de las estrellas Michelin fue de que se la quitaran a Zalacaín.
–No lo entiendo. Y te recuerdo que yo ya no tengo nada que ver. Sigue teniendo un enorme servicio, una grandeza y un altísimo nivel culinario.
–La crisis ha puesto las cosas en su sitio. Sin embargo, siguen existiendo locales en los que a los comensales nos toman el pelo en el momento de pagar la cuenta.
–Sí, ha pasado, pasa y pasará.
–¿Qué reivindica desde La Chelo?
–Comer tan bien como en las casas antiguas. Aquí damos la carta por formalidad, pero la gente confía y pregunta directamente por los platos del día.
–¿Hacia dónde evoluciona el panorama culinario?
–Ha habido un exceso de innovación, y ésta crea ansiedad, nervios y una ruptura empresarial. Para sacar adelante a las grandes cocinas hace falta un equipazo detrás enorme. Los cocineros no somos tan divos, también nos hemos pegado nuestros batacazos. El día a día es muy duro. La creatividad arruina. Funcionan bien los locales pequeños, ya que son más manejables. Los grandes se van a quedar para los hoteles, los grandes almacenes y las marcas potentes, donde entraremos nosotros para asesorarlos.
–¿Y, qué no le convence de él?
–Las falsas expectativas que creamos a los jóvenes sin formar. Las escuelas de hostelería están abarrotadas de chavales que ven que a algunos cocineros nos va bien, que hemos logrado vivir de esto, pero han de saber que somos cocineros con un largo recorrido, constantes. El camino es largo y duro.
–Con la crisis, hay quienes se han reinventado en hosteleros.
–Sí, y los hay que han salido adelante y otros que se han pegado un tortazo importante.
–También ésta ha convertido Madrid en un destino gastronómico.
–Sí, y está en plena evolución. Me siento muy orgulloso de nuestra ciudad. En este barrio, los fines de semana hay una mezcla de gente genial.
–¿Es inminente la llegada de la revolución gastronómica mexicana?
–Es una cocina que me encanta, pero tanto como la peruana y la cajún de Nueva Orleans, el gumbo es verdaderamente espectacular. Disfruto descubriendo platos allá donde voy, aunque, fíjate, los mejores callos que he comido en mi vida, eso sí, de casualidad, fueron en Hong Kong, y hace poco probé el sancocho ecuatoriano, que me entusiasmó. Y en cuanto a la argentina, atentos, porque llegará.
–¿Qué le enerva de lo que ve cuando sale de su guarida?
–Me inquietan los oportunistas, la corrupción y el poco acceso a crédito que tiene la gente. Las ventanillas de los bancos son algo así como el muro de Berlín. Sin embargo, también tengo que decir que en la Sanidad pública me tratan fenomenal y de ella sí me siento orgulloso. Dicho esto, lo que tenemos que hacer es trabajar y emplear nuestro única arma, que es el voto, y hacerlo con la cabeza.