«Aterrizaje en la Luna»: Julio Verne y los hombres que pisaron la Luna antes que Armstrong
Pese a que hubo antecedentes literarios, el escritor francés será siempre recordado como el autor que viajó con la imaginación a la luna más de un siglo antes de que se hiciera realidad
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Julio Verne se fue adelantando a las maravillas que depararía el futuro, pero siempre hay un antecedente. En el siglo XVII, Cyrano de Bergerac había realizado un viaje literario fantástico con su obra «El otro mundo. Los estados e imperios de la Luna y el Sol», y mucho antes, en el II d. C., el poeta de origen sirio Luciano de Samosata escribió cómo, en su novela corta «Historia verdadera», un barco que era arrastrado por una tempestad llegaba hasta la Luna; en ella, los tripulantes descubrían el mundo de los selenitas (habitantes del satélite), que para más detalles estaban en guerra con los habitantes del Sol y bebían zumo de aire. En el siglo XX, con el apogeo de la ciencia ficción y con otro antecedente tan ilustre entre esa centuria y la anterior como H. G. Wells, las novelas relativas a la Luna se harán incontables: así, Arthur C. Clarke, pero tal vez ninguna obra artística resulte más célebre al respecto que los dos álbumes de Tintín en que el reportero y el capitán Haddock pisan terreno lunar con el profesor Tornasol, el perrito Milú y los policías Hernández y Fernández. Así se pudo evocar en una exposición esta última primavera, celebrada en el CosmoCaixa de Barcelona y titulada «Tintín y la Luna. 50 años de la primera misión tripulada», que estaba acompañada de otra muestra en la que se podían observar reproducciones de las cabinas de control de la nave que conquistó la Luna y todo tipo de objetos, vestimentas e imágenes de los míticos astronautas que protagonizaron aquel hito humano y tecnológico. Sin duda, Hergé, el creador de Tintín, demostró unas dotes vaticinadoras extraordinarias, pues describió el viaje de manera muy realista diecinueve años antes de que sucediera en realidad. Y lo mismo, claro está, se puede decir de Verne, con sus dos novelas, «De la Tierra a la Luna» (1865) y «Alrededor de la Luna» (1870), que lo convirtieron en el primer escritor en proyectar tal iniciativa de forma científica, por así decirlo, desde la magia de la literatura. Un compatriota ilustre, en 1834, Victor Hugo, siempre atento a los avances técnicos que se iban produciendo en su tiempo, había vivido la experiencia de mirar la Luna por un telescopio en el Observatorio del astrónomo François Arago. Muchos años después, aquella visión se convertiría en una extraña obra, poema en prosa a veces, delirante evocación de muchas mitologías y orgía de sensaciones sobre lo que forma al ser humano, la capacidad de soñar, que tituló «El sueño del promontorio (promontorium somnii)». La escribió en 1863, poco antes que la primera entrega lunar de Verne, sensible al misterio que encierra el lado oculto de la Luna, el único satélite natural de la Tierra que afecta a las mareas y a la capacidad humana para la abstracción, el vanguardismo, e incluso, lo surrealista o demente. Y es que Hugo ahí se dejaba ir en su parte sensitiva y visionaria, en consonancia con los pequeños cuadros que pintaba, llenos de figuras borrosas y abstractas, como manchas insinuantes. La luna y su efecto en el ojo que la descubría desde la Tierra por parte del autor de «Los miserables», de este modo, era un pretexto para reflexionar sobre lo que se veía y lo que se proyectaba en la fantasía, sobre la imaginación. Y en efecto, Hugo así lo expresa: «El efecto de profundidad y de pérdida de lo real era terrible. Y no obstante, lo real estaba allí. (...) Aquel sueño era una tierra. (...) Aquella visión era un lugar para el cual nosotros éramos el sueño».
Hugo al telescopio
Esa mirada entre cráteres y montes, de dimensión metafórica, con un Hugo atento al telescopio que vive «la irrupción del alba en un universo cubierto de oscuridad» –un espectáculo que le impresiona sobremanera–, hace que la visión de la Luna se convierta en teoría estética: «Es la toma de posesión de la luz. Algo semejante sucede a veces a los genios». Y no se puede calificar sino de genio al autor cuyo lema «Todo lo que una persona pueda imaginar, otros podrán hacerlo realidad» hizo cercano, en el último tercio del siglo XIX, viajar de la Tierra a la Luna. Un autor que una y otra vez es reeditado y analizado, como en el caso del libro que se publicó el año pasado, «Julio Verne. Testamento de un excéntrico» (editorial Plataforma), de Rémi Guérin (1979), que realizaba una biografía del narrador y se detenía a exponer algunos aspectos significativos de sus obras más importantes, que siempre partían de las posibilidades reales de lo que aportaría en el futuro el estudio de la mecánica o la física y que Verne conocía gracias a la suscripción a varias revistas. Conociendo las últimas teorías sobre los avances técnicos, y haciendo volar una imaginación que tenía reprimida en su hogar familiar, Verne escribe el primero de sus «Viajes extraordinarios»: «Cinco semanas en globo» (1862), las hazañas del doctor Samuel Fergusson, inventor de un globo con el que cruzará África con dos compañeros igualmente ávidos de curiosidad. La novela tendrá un éxito inmediato, y con ella dará comienzo un género hasta el momento inexistente en Francia: el relato de entretenimiento dirigido exclusivamente a la juventud. Entre sus historias más famosas, asimismo, destacará «Veinte mil leguas de viaje submarino», que cumple este 2019 ciento cincuenta años, y en lo que respecta a «De la Tierra a la Luna» y «Alrededor de la Luna», Guérin daba la clave para contextualizar la concepción de ambas obras. Verne era un americanófilo de corazón y elegía Estados Unidos para situar una historia bien singular: «Durante la guerra de Secesión, unos americanos apasionados de la balística estudian esta nueva ciencia y fundan una asociación: El Gun-Club. Una vez terminada la guerra, y puesto que no saben cómo emplear su ciencia en tiempos de paz, se esfuerzan por poner en práctica un proyecto disparatado: lanzar una bola de cañón hasta la Luna». Todo el país queda admirado ante tal iniciativa, y el Observatorio de Cambridge, Massachusetts, se pone manos a la obra para dar consejos con el objetivo de llevar la empresa a buen término. Pero entonces el proyectil se convierte en una nave habitada con un héroe que se jugará la vida en el empeño, el francés Michel Ardan. El libro constituye un éxito de ventas y de crítica, y, según Guérin, además de ser una ocasión para expresar como siempre la vocación de Verne por dimensionar las proezas humanas, también con ello manifestaba «su inquietud con respecto a los intereses de la industria militar que se ocultan detrás». Así, existe en Verne «una dialéctica entre la fascinación que le provocan estos grandes descubrimientos y los riesgos de una ciencia indebidamente controlada, que podría tener consecuencias dramáticas sobre la naturaleza al querer correr demasiado». Por eso, en «De la Tierra a la Luna», Ardan representa el rasgo de humanidad y ética que ha de tener todo progreso científico. Algo en lo que, por enésima vez, el autor de Nantes fue todo un adelantado a nuestro tiempo, en el que el mal uso del progreso técnico puede acabar con nuestro ecosistema y el planeta entero, hasta el punto de, como también han enseñado la literatura y el cine, se busque expandir la vida humana en otro planeta del sistema solar.
Escritor autodidacta
La pasión por la imaginación se fraguó en Verne en el París donde empezó su andadura literaria. A los 20 años, se había trasladado a la capital por orden de su estricto padre con el propósito de estudiar Leyes. Pero la bohemia y los ambientes intelectuales de la capital le deslumbran, y acaba prefiriendo una existencia miserable en una buhardilla dedicándose a escribir operetas. Sus verdaderas lecciones acontecen de forma autodidacta, sentado en la Biblioteca Nacional, leyendo libros sobre química, botánica, geología, oceanografía, astronomía, matemáticas...
Un «género nuevo» que pronto triunfó
Tal vez de no haber sido por Pierre-Jules Hetzel, un editor de libros religiosos y aficionado a la ciencia y la historia, jamás el estudiante de Derecho y dramaturgo Verne hubiese llegado a ser el fundador de la ciencia-ficción. Un día de 1862, después de fracasar en los escenarios parisinos a los treinta y cuatro años, Verne siente que está trabajando en un «género nuevo», inspirándose en lecturas de revistas científicas para un público profano con curiosidad por los avances tecnológicos. Entonces visita la casa de Hetzel, quien estaba interesado en crear una colección ilustrada de carácter divulgativo. El escritor le enseña su manuscrito de «Cinco semanas en globo» y el editor le aconseja ciertos cambios. La obra se publica y su resultado económico es prometedor. Hetzel presagia un largo éxito y tienta a Verne: veinte mil francos durante dos décadas a cambio de que escriba dos novelas al año.
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