La ocasión perdida
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El último parte de guerra no SIGNIFICA que la contienda se hubiera acabado, sino que los españoles habíamos desperdiciado la posibilidad de subirnos al carro del mañana.
La Guerra Civil ha caído en una liturgia de vencedores y vencidos, una cruzada por encontrar inocentes y culpables que ciega más que aclara y que impide reconocer lo esencial: la gran ocasión que se perdió para alcanzar la modernidad. En España se cayó en esa política inversa que consiste en anteponer los diferentes panteísmos ideológicos al bien general, que es el sumidero habitual por el que se han perdido tantas oportunidades. Un desfiladero resbaladizo por el que volvemos a adentrarnos con una renovada inconsciencia.
La guerra no es política por otros medios, como se ha dicho, y, como subrayó el poeta Wilfred Owen, «dulce et decorum es pro patria mori» (noble y bello es morir por la patria) es una dulce mentira. Cuando la política no se hace en beneficio de todos, es mala política o simplemente no es política. La II República traía en su seno aspiraciones sociales y derechos que hoy ningún estadista se atrevería a poner en entredicho. Pero se partía de muchos déficits democráticos de unos y de otros. Eric Weitz, al hablar de los años de Weimar, mencionaba a Berlín como una isla de tolerancia en medio de un océano de prejuicios, conservadurismos y progresismos mal entendidos que convirtió aquel impulso de raíces democráticas en un descarrilamiento con final conocido.
España no es diferente ni tampoco es inmune a los vaivenes que sacuden Europa, por mucho que lo dijera por ahí un ministro iluminado. Por estos pagos también compartimos idiosincrasias y, por eso mismo, seguimos vectores paralelos a los de aquella Alemania. Al igual que el Viejo Continente, segamos la Res Publica con esa lucha entre Abel y Caín que representan el comunismo y el fascismo, dos tendencias que en teoría pocos adscriben, pero que arrastran masas. Así que después de tanto Trento resulta que aquí terminamos abrazando esa misa negra que siempre es una guerra civil.
Aquí lo que se liquidó fue un sistema representativo que daba voz a todos por esa periodicidad que suponen las urnas, que algunos encontraran aburrido, pero que no es más que convivencia. En aras de unos principios y razones se amortizó la oportunidad de marcarnos un destino propio con esa simiente educativa que venía labrándose desde décadas anteriores. Eric Weitz, de nuevo, sostenía que si se hubiera dejado suficiente tiempo las antiguas mentalidades hubieran perdido el calado de su influencia y habrían acabado languideciendo y la república de Weimar –que defendía la seguridad social, la jornada laboral de ocho horas, las pensiones y el seguro en caso de accidente–, de la mano de los jóvenes, los mismos que acudían a escuchar jazz a los locales nocturnos de Berlín, habría prosperado. Alemania, entonces, habría alcanzado la democracia que solo pudo asumir a partir de 1945. Por aquí también debió fallar, entre otros asuntos, eso, la paciencia, el tiempo, que en política es algo que casi siempre escasea, antes de volver a tirar de espadones. El último parte de guerra no essignifica que la guerra se hubiera acabado, sino que los españoles habíamos desperdiciado la posibilidad de subirnos al carro del mañana. En nuestra historia, a veces, queda la triste sensación de que siempre corre el mismo agua bajo el puente.