Un John Grisham sólo de compromiso
Esta atípica y más bien convencional novela de John Grisham parte de dos presupuestos contradictorios: la novela de ladrones, con una espía escritora, contratada para descubrir quién ha comprado los manuscritos de Scott Fitzgerald robados en la Universidad de Princeton, y el relato costumbrista del mundillo novelístico del autor, ficcionado para que aparezcan representados los distintos escritores en una localidad costera de Florida muy parecida a aquella en que viven los Grisham.
En una entrevista reciente para «The New York Times Book Review», Grisham declaró que fue su mujer Renee quien le sugirió que urdiera una trama en la que se incluyera el robo de los manuscritos de Scott Fitzgerald y la novela girase alrededor de los escritores, las librerías que van desapareciendo y una autora que se bloquea en su segunda novela. Si la idea surgió de ella, ¿por qué no escribió la parte de la escritora?, le dijo su marido. Pero, como cuenta, su mujer no aceptó el desafío. Sin embargo, cunden las sospechas de que esa parte central de «Camino Island», título original, no parece salida del ordenador del autor de «La tapadera». La tipología de los escritores que pueblan Santa Rosa son tan tópicos como carentes de entidad literaria: las lesbianas que escriben novelas de amor, la escritora de ficción de vampiros, el genio incomprendido que nunca vende sus obras geniales y el snob literario alcoholizado.
Lo cierto es que la novela de ladrones que plantea al comienzo, seguido de un largo y aburrido interludio que abarca más de media novela, centrada en esa escritora en dique seco y su contratación como espía para recuperar los manuscritos robados, casan tan mal como un jarrón chino pegado con super glue. Peor es la historia de amor entre la espía moralista y puritana y el dueño de la librería, hasta el punto de desmerecer con el estilo rápido, conciso y dinámico que es propio el autor. Como si la hubiera escrito un negro, algo no tan raro en la literatura de consumo.
Salir de la rutina judicial
Sea como fuere, al lector debe importarle si «El caso Fitzgerald» es una buena novela de intriga y cumple las expectativas del fan irredento de Grisham. Y la conclusión es que a veces seduce y otras aburre, como esos capítulos descriptivos de los escritores que nada aportan a lo que es la intriga inicial. O quizá el problema es que la trama del robo no llega a ser más que una excusa para salirse de la rutina anual de sus dramas judiciales, que debe cumplir por contrato, como quien echa una cana al aire.
Para el lector amante de Grisham este es un libro de compromiso, simplón y fácil de leer. Un caprichoso interludio entre intriga legal y drama judicial. Como esas novelas ligeras de sombrilla, playa y sangría que se leen sin pensar al borde de la orilla playera. Tiene intriga, una historia de amor adúltero, chismes sobre el mundillo editorial norteamericano y un final que merecía un desarrollo más complejo, pero es lo que hay.