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Los niños torturados por Stalin

Un grupo de escolares fue encerrado en prisión y sometido a durísimos interrogatorios
larazon

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Moscú, agosto de 1943. A la salida de School 175, uno de los centros más prestigiosos y elitistas del país donde acudían la mayoría de los hijos de los líderes de la Unión Soviética, sonaron dos disparos. Una chica y un chico cayeron muertos al suelo. Durante dos años, los alemanes habían humillado al Ejército Rojo, pero la batalla de Stalingrado había terminado, al fin, y hasta los más pequeños creían que Rusia ganaría la guerra. El terror estalinista parecía ser una cosa del pasado. Los niños se sentían relajados en la escuela, pero aquella mañana pasó algo que cambió para siempre la vida de 26 menores inocentes.
Nadie podía imaginar entonces que lo que había ocurrido era un asesinato y un suicidio de dos jóvenes amantes que seguían la estela de Romeo y Julieta. La NKVD – el departamento gubernamental soviético– lo descubrió más tarde, pero de nada sirvieron las pruebas que presentaron a Stalin. El dictador estaba obsesionado con que los menores que salieron aquella mañana del colegio estaban detrás de un complot. Su paranoia hizo que el grupo de escolares fuera internado en la prisión de Lubyanka acusado de intentar matarle. Algunos tenían poco más de once años. En el grupo se encontraban sobrinos e hijos de sus aliados. Pero de poco importaba. Después de matar a sus mujeres, el líder comunista tenía que asegurarse si ahora con los niños sus hombres de confianza seguían fieles al partido.

Un episodio desconocido

El escabroso episodio –bautizado por la Policía secreta de la época como el «caso de los niños»– sale ahora a la luz, 70 años después de aquella trágica mañana, de la mano de Simon Sebag Montefiore. El periodista y escritor acaba de publicar «One Night in Winter» (Una noche en invierno), una novela inspirada en este atroz pasaje nada conocido de la época de Stalin. En el libro, tanto la trama como los nombres de los protagonistas son ficticios. Pero las historias reales han sido reveladas por el autor en «The Sunday Times».
Aunque fueron muchos los afectados, el periodista se centra en dos familias. Los Redens –a la que pertenecía la cuñada del dictador– y los Mikoyan, con los que se obsesionó especialmente una vez que los había torturado durante meses. Por lo general, son los padres los que se esfuerzan por proteger a sus hijos. Sin embargo, en este caso desconcertante, eran los pequeños los que, sin haber hecho nada, podían destruir para siempre a sus familias. Si en los interrogatorios niños de entre 11 y 14 años revelaban cualquier tipo de secreto –como relaciones adúlteras, chistes o incluso fantasmas que la mente humana llega a producir al ser privada de sueño en una celda–, era una clara sentencia de muerte en el Moscú rojo. Vano y Sergo Mikoyan, de 16 y 14 años, eran dos de los cuatro hijos varones de Anastas Mikoyan. Durante 1924, éste había sido lo suficientemente importante para portar el féretro de Lenin. Su nombre sonó incluso como sucesor antes incluso de que Stalin apareciera en escena. Como Stalin, Mikoyan no era un ruso del Cáucaso, sino armenio. Y como Stalin, había estudiado para el sacerdocio antes de caer rendido al marxismo. Era lo más parecido a un hombre decente en la corte del dictador, aunque eso era relativo. También había firmado listas de ejecuciones al igual que otros líderes.
Aquel verano de 1943, su hijo mayor, Vano, le dejó una pistola a su amigo Vladimir Shakurin. Todo vástago de dirigente tenía por aquel entonces acceso a un arma. Vladimir era un joven un tanto nervioso que estaba perdidamente enamorado de una compañera de clase, Nina Umansky. Cuando ésta le anunció que se tenía que ir a vivir a México porque a su padre le habían nombrado embajador, su amado le dijo: «No voy a dejarte ir». Nadie tomó en serio aquella frase hasta que, al finalizar el curso, Vladimir tomó la mano de su novia y al salir del colegio le pegó un tiro. Acto seguido se suicidó. Debido a que en aquel colegio de élite no estudiaban niños cualesquiera, el caso pasó pronto a manos de la NKVD. Stalin tuvo que ser informado. Este caso de amor adolescente le intrigaba. Ordenó una investigación a su jefe de la policía secreta, Lavrenti Beria, un sádico, un monstruo que por las noches se dedicaba a pasear por las calles de Moscú para abusar de menores. Tenía un hijo con el que la niña del dictador, Svetlana, quería casarse. La Policía pronto informó a su líder de que aquello había sido una chiquillada. Pero Stalin insistió en que debían encontrar algo. Así que los agentes desvalijaron la casa del joven enamorado que se había quitado la vida. Dieron con algo en su cuarto. Vladimir había mantenido en secreto un diario de juegos políticos pueriles donde incluía un gobierno formado en broma con sus amigos de la escuela al que llamaron el «Cuarto Imperio». Era todo lo que el dictador necesitaba para culpar a sus supuestos verdugos. «¡Pequeños lobeznos! A la cárcel con todos ellos». No hizo falta decir más. Nadie quedó a salvo. Ni los Beria, ni los Mikoyan, ni los Redens, sus propios sobrinos. Aquella tarde, Vano Mikoyan salió de casa y no volvió. A los pocos días, también desapareció su hermano Sergo. «Estoy en pijama, no puedo ir», dijo el pequeño. De poco sirvió. Ambos fueron trasladados a la prisión de Lubyanka, pero el uno no sabía de la presencia del otro.
En las celdas también se encontraba el pequeño Leonid Redens. Tenía 11 años. Durante 1920 y 1930, Stalin había tratado a los padres del niño, Stanislav y Anna Redens, como parientes íntimos y mejores amigos. Anna era la hermana de su difunta esposa, Nadya, y Stan era responsable de la Policía Secreta. En 1940, sin motivo aparente, el dictador mandó fusilar a su cuñado. Anna y sus hijos tuvieron que continuar como si nada hubiera pasado. Lo que no sabía era que, tres años después de aquella pesadilla, su pequeño Leonid estaba a punto pasar por otro trauma. En prisión, los niños fueron sometidos a duros interrogatorios. No les dejaban dormir y les metían en celdas con falsos reclusos que les decían mentiras para tratar de que se inculparan unos a otros. En diciembre, los interrogatorios terminaron y presentaron a los pequeños una «carta de confesión». A pesar de su corta edad, tras los casos de la década de los 30, sabían que la confesión era la única prueba necesaria para firmar su sentencia de muerte. En casa siempre les habían dicho: «Nunca confeséis». Pero por expreso deseo de su padre, Vano y Sergo acabaron haciéndolo.

Un exilio forzoso y gélido tras las torturas en prisión

Los 26 niños finalmente fueron puestos en libertad. Pero el líder comunista no quedó satisfecho. «Los cachorros de lobo tienen que ser castigados». El castigo recibido por haber presenciado un crimen pasional no había sido suficiente. Los menores, destrozados psicológicamente no sólo por presenciar el asesinato y suicidio de estos «Romeo y Julieta» soviéticos, sino, sobre todo, por las torturas que tuvieron que soportar en la cárcel con poco más de 10 años, fueron exiliados durante un año en Stalinabad, en Asia Central (ahora Dushanbe, capital de Tayikistán), mientras sus padres seguían trabajando con el dictador cada día en la oficina sin poder decir nada para no perjudicar a su prole aún más. Cualquier comentario hubiera sido suficiente para meter a sus hijos en nuevos problemas.
Tras la muerte de Stalin, Mikoyan se convirtió en el legendario superviviente de la política soviética, para terminar como presidente. Murió en 1978. Y en cuanto a los niños, Leonid Redens se convirtió en ingeniero y los hijos de Mikoyan se labraron también un futuro próspero. Stepan, el mayor, se convirtió en un famoso piloto de la Fuerza Aérea y Vano, en un diseñador de aviones MiG como su tío. Sergo, por su parte, fue un reputado experto en Historia de América Latina. Uno de los nietos de Mikoyan, Stas Namin, se convirtió luego en una estrella de rock millonaria. La familia sigue siendo famosa en Rusia.
Por otro lado, el padre de Nina Umansky, Konstantin, no hubo de vivir muchos años soportando el dolor de la pérdida de su hija. Un año después del asesinato, en julio de 1944, Umansky fue nombrado embajador de la Unión Soviética en Costa Rica, tras desempeñar este mismo cargo en México. En enero, tenía que viajar a la ciudad de San José para presentar sus credenciales al presidente del país. Sin embargo, el avión en el que viajaba se estrelló, y él y su esposa murieron en el acto, además de otros tres oficiales de la embajada. El destino quiso que todos los miembros de esta familia murieran de forma violenta.