Nieva, la última función
Fue por libre y jamás se ató a modas o confraternizó con el poder reinante. Su teatro fue de un radical compromiso creativo, lo que le ocasionó algunos olvidos por parte de un sector del mundo de la cultura que no perdonó su grandeza e independencia.
Fue por libre y jamás se ató a modas o confraternizó con el poder reinante. Su teatro fue de un radical compromiso creativo, lo que le ocasionó algunos olvidos por parte de un sector del mundo de la cultura que no perdonó su grandeza e independencia.
Mis últimas conversaciones con Paco Nieva son recientes, de fines de este verano. Coincidieron con el generoso envío de su último libro publicado y probablemente su último libro escrito: el muy poco conocido «Teatrillo furioso», con dos piezas teatrales escritas entre el año 14 y el 15, y muchos grabados originales e inéditos suyos. Este solo hecho ya indica nuestra vinculación.
Yo había conocido a Nieva en los años 60, a través de Vicente Aleixandre, José Luis Cano, Carlos Bousoño y Paco Brines. Me es difícil recordar en qué orden y cuál de ellos en concreto o varios a la vez me lo presentaron. Por aquel entonces no vivía en Concepción Jerónima, sino en una especie de curioso apartamento en el que él mismo había construido unas literas dignas del «Nautilus» que compartía, cada uno en su litera, con Angélica Bécquer, alguien a quien imagino muy afectada y que era una singularidad en el Madrid de la época, aparecida años más tarde en el Premio Loewe. Por entonces Nieva era un autor enormemente apreciado y escasamente representado y editado, pero su ingenio, su apostura y sus variadísimos talentos le hicieron alguien insustituible e inolvidable.
Una noche, hacia 1968, salimos de una discoteca Paco Brines, Paco Nieva, Carlos Bousoño y yo mismo. Había empezado a sonar el éxito del año en ciertas zonas, y Paco se puso en pie dentro del local y salió bailando por la calle como Gene Kelly en «Un americano en París». Un vigilante nocturno o algo parecido nos quiso llevar a comisaría, pero Paco Brines, con su aplomo de terrateniente y su capacidad para denotar si había bebido o no, le convenció de que éramos gente seria y respetable. Esto lo he contado a veces, pero es una estampa extraña del Madrid de fines de los 60. Con el tiempo, Nieva fue publicando y yo mismo he sido editor suyo, aunque tardíamente. Le convencí para que terminara «Viaje a Pantaélica» y, de carrerilla, publiqué su dos siguientes novelas, «Granada de las mil noches» y «La llama vestida de negro», la segunda de las cuales presenté en el local modernista de la Sgae. También presenté «Viaje a Pantaélica» en el oportuno salón oriental del Lhardy junto con otras personas. Incluso intervinimos juntos en la presentación de obra de terceros, como Juan Manuel de Prada.
Más tarde, Nieva ha formado parte de mi vida de manera esporádica y en muchos sentidos. Yo fui de los que acudieron a visitarle cuando se envenenó con matarratas en los bastidores del «Marat-Sade» que se representaba en Barcelona, creyendo naturalmente que no era matarratas. Entre estos, se encontraban algunos de los «novísimos», como Félix de Azúa y alguno más. En todo este tiempo no he dejado de tenerlo en la línea de visión, en el horizonte. Están, aparte de sus novelas y obras teatrales, unos artículos excelentes y apasionantes, unos relatos sorprendentes, algunos de ellos no publicados en su obra completa hasta hace pocos años y, por añadidura, un extraordinario libro de memorias y que comprende casi toda su vida. Hay algo posterior a ella que está en un texto extenso, inédito y, por lo que sé, inacabado que iba a llamarse «Metamemoria»: era una mezcla de diario y memorias. De eso ya habrá tiempo de hablar por parte de su sucesión. En todo caso, con no menos fuerza que Carlos Edmundo de Ory, su compañero de armas en la poesía, Nieva ha sido en el teatro español la excepción, pero no la excepción exenta. Su ascendencia está clara y se remonta como mínimo a Valle-Inclán, aunque se ramifique hasta Ionesco y, en cierto modo, hacia cosas ajenas al teatro, a la literatura y a la escenografía y no tanto a la escenografía. Es el caso del parque de Palagonia y el parque de Bomarzo, el primero en Sicilia y el segundo en la Península.
De todo esto se nutre su literatura, pero su primera cualidad es un español extraordinario que casi él únicamente sabía escribir. Con él desaparecido, seguirá escribiéndose, pero no a su manera. Era, creo, una vez desaparecidos Valle-Inclán y Cunqueiro, el último que escribía con un pleno dominio del registro esta clase de español. En esta comunión con la palabra está lo esencial de su legado poético, literario y humano.
La síntesis entre su legado plástico y el literario no está sólo en «Teatro furioso» o en los cuadros adquiridos recientemente por el Museo Reina Sofía. Está de modo muy singular en un libro que poca gente ha visto y verá: el facsímil editado no venalmente por la Real Academia de «Teatro del privado horror», un bloc suyo de los años 70 que reúne a la vez textos y dibujos, esta especie de pesadilla comprimida de todo lo que fue Paco Nieva.