«Gran Hotel Budapest»: La fugaz ilusión de Europa
Wes Anderson recoge, con mucho humor, ese periodo de entreguerras que ya imaginó Zweig en sus escritos.
Stefan Zweig fue uno de esos europeos que creyó que la Gran Guerra era la última guerra. No fue el único. La alegría por la paz inundó las almas de los supervivientes. «Empezaba otro mundo –escribió–. Y, como éramos jóvenes, nos decíamos: será el nuestro, el mundo que soñábamos, un mundo mejor y más justo». La sociedad europea de posguerra se transformó. La emigración a las ciudades fue masiva para trabajar en la industria y en los servicios. El mundo laboral cambió. La mujer ocupó trabajos antes masculinos y desempeñó los nuevos oficios. Al tiempo, la inflación había arruinado a la clase media, que vio cómo sus ahorros depositados en los bancos, mutualidades o cooperativas, se redujeron a la nada. Enfrente estaban los nuevos ricos, esos a los que Thorstein Veblen llamó «clase ociosa», y que tan bien retrató Scott Fitzgerald en «El gran Gatsby» (1925). Todos se daban cita en la gran ciudad. Las masas lo ocuparon todo, porque, como escribió Ortega, la guerra las había puesto en el primer plano. El paisaje urbano cambió. Las metrópolis amanecieron como ciudades verticales. Los rascacielos eran signos de modernidad, riqueza y desafío a la naturaleza, que convirtieron a Manhattan en el símbolo de la nueva era, entre el edificio Chrysler (1930) y el Empire State (1931). Y para las clases populares estaban las ciudades jardín, ideadas por el británico Ebenezer Howard, y las ciudades lineales, de la mano de los grandes arquitectos europeos, como Le Corbusier y Gropius, líder de la corriente Bauhaus.
Fronteras de «juguete»
Los medios de transporte se adaptaron a la masificación, con los autobuses de dos pisos, los Leyland; y especialmente, el metro, que tuvo su gran expansión entonces, como el de Madrid, que inauguró Alfonso XIII en 1919. El turismo se puso de moda en pleno furor nacionalista, aunque se pensara, como Stefan Zweig en «¡Qué absurdas, nos decíamos, aquellas fronteras, cuando un avión las podía superar fácilmente, casi como en un juego!».
El ocio también se masificó. La reducción de la jornada laboral a ocho horas abrió la puerta a convertir el ocio en un negocio, o de formación profesional o política. Era el «dopo lavoro», tal y como se acuñó en la Italia fascista. La gente tenía ganas de felicidad y asuntos triviales. Los deportes colectivos, como el fútbol, se popularizaron; y la cultura se «democratizó» gracias a la radio, al cine, y a la generalización de la enseñanza. Hollywood tomó entonces la delantera en la creación cinematográfica; y allí fueron los grandes talentos, como Chaplin, o los españoles Edgar Neville y Jardiel Poncela.
Las costumbres también cambiaron. El jazz, el turismo, la creación artística, la vida bohemia o los cafés daban refugio al hambre del europeo por disfrutar de la vida. En 1920 hubo más gente celebrando el carnaval que en la conmemoración de la victoria en la guerra. Esa ola de felicidad arrinconó tabúes como la sexualidad. Las imágenes del hombre y la mujer deseables se ajustaron a los nuevos usos y profesiones, a la nueva cultura. Ya no era un icono erótico la joven ataviada con un traje tradicional, sino las oficinistas, ciclistas o telefonistas; mientras que el hombre atractivo deambulaba en la ambigüedad sexual y el misterio. La diversión era una válvula de escape y un modo de integración social. Las chicas, escribió Julio Camba entonces, «si beben y se emborrachan, no es por gusto, sino más bien por deber». La educación sexual y el freudismo se popularizaron.
Esa pretensión de que no quedara «rastro capaz de turbar el anhelo de vivir que todos tienen», como escribió Chaves Nogales en su visita a Alemania en 1929, no alejó las preocupaciones. Frente a la masificación, fascistas y comunistas reforzaron las teorías de las élites directoras. El totalitarismo se abrió camino, y la democracia liberal era vista como el problema. El Crack del 29 y la crisis social que siguió auparon a los populismos. El progreso había llegado demasiado deprisa, y la sensación de poder inducía a los hombres y estados a hacer abuso de él. «La tempestad de orgullo y de confianza que rugía sobre Europa –meditaba Stefan Zweig– arrastraba también densos nubarrones».