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Ramón Casas, un bohemio con mucha clase

Caixaforum dedica ena Madrid una completa exposición al poliédrico artista en la que se puede disfrutar de la omnipresencia de su esposa, Júlia, musa de gran parte de sus telas.
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Caixaforum dedica ena Madrid una completa exposición al poliédrico artista en la que se puede disfrutar de la omnipresencia de su esposa, Júlia, musa de gran parte de sus telas.
Supo captar la atmósfera de un nuevo tiempo que se presentía y que traspasaba, sin pedir permiso, los poros de la piel. Ramón Casas, que vivió el final de una era y el comienzo de otra que nos dio de bruces con un mundo revuelto y con un orden trastocado en el que las cosas ya nunca jamás volverían a ser lo que fueron, desembarca en Madrid con una exposición que celebra los 150 años de su nacimiento a través de 145 obras tanto del artista como de otros coetáneos, organizada por la Obra Social «la Caixa» y el Museo Nacional de Arte de Cataluña, al que se añade también el Museo de Sitges.
Pintor de una pieza, cartelista, dibujante, exquisito siempre, Casas pisó el acelerador de la vida a fondo y supo disfrutar de lo que su existencia le colocó al alcance de la mano. Provenía de una familia acomodadísima en la que el progenitor había hecho una cuantiosa fortuna con el comercio del azúcar en la Cuba colonial. El dinero jamás fue un bien escaso en aquella casa. No tenía, por tanto, impedimentos económicos para llevar la vida que deseara. Y fue eso justamente lo que hizo.
Amante y esposa
Y así en las salas del bello edificio de Herzog & De Meuron han aterrizado sus mujeres, provocadoras unas y provocativas otras (¿o es siempre la misma que se repite una y otra vez?), como esa belleza de mirada penetrante y traje de color amarillo, sentada en un sofá. O la que acompaña a esta información, de nombre Júlia, con un mantón granate bordado, como desmadejada. La misma apellidada Perarire, a la que conoció cuando la chica acababa de salir de la adolescencia, con 17 años, y el pintor frisaba los cuarenta. La hizo su amante primero y acabó por hacerla su esposa después, cerrando bocas y tapándose los oídos para no escuchar tanto cuchicheo hipócrita. Levantó ampollas la relación pero a él le dio lo mismo. La joven, que vendía flores y billetes de lotería, se convirtió en su musa y a ella dedicó buena parte de sus obras. La retrata llena de vida y recostada sobre un sofá; la pinta altiva, tranquila, soñolienta, pensativa, desafiante (¿es ella esa mujer decadente que descansa tras una sesión de baile? ¿Cuál de todas no es Júlia?). Es la misma fémina una y mil veces repetida en la tela blanca y es así como se muestra, esplendorosa, en «La modernidad anhelada», exposición que retrata a quien fuera una de las figuras clave del modernismo. No está solo en este viaje Casas sino que se presenta en la mejor compañía, la de aquellos artistas que le influyeron y en los que se miró. Se mide, pues, en este juego de espejos que es esta completa exposición Toulouse-Lautrec, Singer Sargent, Rusiñol, Julio Romero de Torres, Sorolla, Joaquín Torres García y Picasso. A su lado expuesta la obra se notan los destellos que los aúnan, las pinceladas que los separan y el buen hacer de todos estos maestros contemporáneos.
Aunque no sólo de sensualidad vive Casas, pues cuadros tan significativos en su producción como «El garrote vil» (1894) y «La carga» (1899), un lienzo de grandes proporciones que no se ha podido descolgar de Olot, demuestran que había bastante más que el mero goce y disfrute en sus obras, pues era capaz de captar que la sociedad también se movía y tenía inquietudes de índole social. Los carteles ponen de manifiesto que en ese medio tampoco tenía rival. O la cabecera para la revista «Pluma y papel», de un trazo maestro. Aquí se pueden ver también los carteles que el artista creó para el local y otros emblemáticos de marcas publicitarias. Y también la inquietud que demostró hacia la modernidad y el progreso en obras como la divertida «El tándem», una pintura en la que aparece junto a su amigo Pere Romeu (que regentaba Les Quatre Gats), pintada en 1897.