Rubén Darío y el don de la ebriedad
Mañana se celebran los cien años de la muerte de Rubén Darío, el poeta que marcó un cambio de rumbo trascendente en la poesía moderna, muy en especial en España.
Mañana se celebran los cien años de la muerte de Rubén Darío, el poeta que marcó un cambio de rumbo trascendente en la poesía moderna, muy en especial en España.
Qué fin más triste para el poeta llamado a influir en todo su continente y al otro lado del Atlántico, en nuestras Generación del 98 y Generación del 27, que lo consideraron su maestro, el gran renovador de la lengua poética en español. Mañana, día 6 de febrero, habrán pasado cien años desde la muerte de Rubén Darío, de cirrosis, por su incontrolable alcoholismo. Ya por entonces, el propio escritor intuiría próximo su fin: en el verano de 1914, al estallar la Primera Guerra Mundial, había decidido dejar París –en 1905 había sido nombrado embajador de Nicaragua y pasaría los años siguientes temporadas en Madrid, Mallorca y Barcelona– para volver a su país, donde deseaba acabar sus días. Tras visitar Nueva York, llegaba a Managua a finales de 1915, en un momento en que su hígado ya estaba muy castigado (el órgano se le había empequeñecido y se le habían practicado extracciones de los líquidos retenidos hasta sacarle catorce litros), y, para colmo de males, tenía en su entorno a varios vividores que se aprovechaban de su decadencia y delirio ebrio. El enero siguiente será operado del estómago y del hígado en la ciudad de León. Pero en vano: morirá a los 49 años.
Esa tristeza por un desenlace dramático tendrá continuación, paradójicamente, a tenor de cómo su obra sería cuidada y editada. Y eso que el propio Rubén había preparado una magnífica antología de sus versos dos años antes morir: «Y una sed de ilusiones infinita», que publicó en el año 2000 la editorial Lumen. El libro servía por fin para compensar la cantidad ingente de selecciones de su poesía que no se habían realizado con la necesaria profesionalidad –el prologuista, Alberto Acereda, de la Arizona State University, hablaba de cómo hasta se iban repitiendo las erratas sin corregir–, lo cual venía de lejos, por raro que pueda parecer en una figura cumbre de la poesía de todos los tiempos. Ya Jorge Guillén, en «Las primicias de Rubén Darío», un artículo de 1920, criticaba el hecho de que se integraran en una edición de sus obras completas sus poemas adolescentes, sin que se citaran las fuentes de esos textos, y hasta las portadas de los tres volúmenes parecieran más folletines de quioscos que un honroso homenaje al «pobre Rubén Darío, tan maltratado en vida y en muerte por malandrines de toda laya».
La voz de Lorca y Neruda
Cinco años más tarde, el mismo Guillén volvería a arremeter contra el editor de aquellos volúmenes dejando en evidencia su ignorancia y torpeza e insistiendo en que, tras la muerte del escritor, «los editores han seguido explotándole villanamente» en unas obras completas «desdichadísimas». Pero, unido al desastre editorial, existía un hecho aún más grave si cabe en la figura del poeta: la gran desconsideración que tuvo que padecer por parte de las esferas políticas y culturales españolas y americanas. No en vano, en 1933 Federico García Lorca y Pablo Neruda, en un «Discurso al alimón», protestaban por la desaparición de su presencia moral preguntándose dónde estaban las plazas, los parques, las estatuas, etc., dedicadas al que, «como poeta español, enseñó en España a los viejos maestros y a los niños, con un sentido de universalidad y de generosidad que hace falta en los poetas actuales», buscando la armonía y el alma de las palabras.
Con todo, Rubén dejó listos tres tomos con la intención de que los publicase la Biblioteca Corona de Madrid: «Muy siglo XVIII», «Muy antiguo y muy moderno» e «Y una sed de ilusiones infinita». Se trataba de ciento cincuenta poemas que reunió bajo criterios temáticos y no cronológicos, sobre la base de sus tres grandes libros: «Prosas profanas y otros poemas» (1896), «Cantos de vida y esperanza. Los cisnes y otros poemas» (1905) y «El canto errante» (1907), destacando que no hubiera ninguna pieza del emblemático «Azul...» (1888), libro que, aunque «hoy es una reliquia histórica», según dice Octavio Paz en su ensayo «El caracol y la sirena», ofrece a su parecer el primer gran poema de Darío, el soneto «Venus», cuyo inicio suena –pues la musicalidad será un elemento clave en toda su poesía– así: «En la tranquila noche mis nostalgias amargas sufría. / En busca de quietud bajé al fresco y callado jardín. / En el obscuro cielo Venus bella temblando lucía, / como incrustado en ébano un dorado y divino jazmín».
Una nueva sensibilidad
En poemas como éste ya se respiran algunos rasgos modernistas que harán de Rubén la máxima referencia poética de aquel tiempo: la pluralidad métrica, el simbolismo, el gusto por lo erótico, la preocupación existencial, la duda religiosa, el compromiso sociopolítico... en unos poemas «que son, a la postre, testimonios de la personal angustia moderna de existir», en palabras de Acereda, y que inspirarán una nueva sensibilidad y estética que tendrá acogida en la poesía española «en el tratamiento de las percepciones sensoriales y el tema amoroso». Los citados J. R. Jiménez, García Lorca, Neruda, Paz, Guillén y A. Machado, más el hermano de éste, Manuel, y Gerardo Diego, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Pedro Salinas, Miguel Hernández... darán buena prueba de ello.
Nicaragua se ha volcado en celebrar el centenario, y desde España se ha correspondido con tamaña conmemoración: la semana pasada, Darío Villanueva, director de la Real Academia Española y presidente de la Asociación de Academias Españolas, fue condecorado por la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua en León con el doctorado Honoris Causa y dedicó su discurso a glosar la obra de Rubén comparándola con Cervantes y Walt Whitman. Fue en el marco del XIV Simposio Internacional Rubén Darío, que aparte de reunir una pléyade de académicos de diversos países, ha preparado presentaciones de libros, recitales poéticos y espectáculos de música –como el concierto de la banda musical del Ejército de Nicaragua en el atrio en la Catedral de León–, e incluso un acto en la tumba del poeta, con una ofrenda floral por parte del obispo de la ciudad, que no dudó en afirmar que Rubén Darío fue un regalo de Dios para los nicaragüenses.
Por su parte, Francisco Arellano Oviedo, director de la Academia Nicaragüense de la Lengua, consideró que «dignificó las letras castellanas con el amor de hijo de América y nieto de España, pero sobre todo dignificó al indio, sintiéndose orgulloso de su estirpe indígena». Y sin embargo, Félix Rubén García Sarmiento –su verdadero nombre–, nacido en Metapa –hoy Ciudad Darío– en 1867, de padre alcohólico y mujeriego y madre empleada de tienda y cantante aficionada, es por supuesto un poeta de absoluta universalidad: el ejemplo de tal cosa estos días es la ciudad de Miami, que está organizando el centenario con un acto institucional en el Monumento del Parque Rubén Darío, al tiempo que la artista nicaragüense María Adilia Martínez inaugurará una exhibición con doce pinturas inspiradas en doce de sus poemas; además, se representará una obra teatral con significativo título –«Rubén Darío: vida, obra, agonía y muerte»– rememorando aquel «febrero crudísimo», como escribió Juan Ramón, al enterarse de su muerte hace ahora cien años.