Último adiós
Argentina enloquece y Nápoles llora por Maradona
El velatorio en la Casa Rosada contó con más de un millón de asistentes y terminó cerrando antes de tiempo por los disturbios
Buenos Aires y toda Argentina fueron un clamor. Filas kilométricas de maradonianos que llegaban hasta el Obelisco, cantos populares honrando cada gambeta, sollozos a coro, alegría y tristeza. Sentimientos encontrados. Así fue el adiós a Diego Armando Maradona en la Casa Rosada. La procesión para dar el pésame empezó desde la noche anterior cuando sus fieles estuvieron de vigilia. Sin dormir, sin dejar de gritar su nombre: «Maradó, Maradó». Abreviado, porque el argentino necesita esa parte de oxígeno restante para seguir conjugando su amor.
El velatorio se realizó en la Casa Rosada y fue el mismísimo presidente, Alberto Fernández, quién brindó el espacio a la familia de «D10S». Se esperaba que la despedida al astro fuese entre las 6:00 de la mañana y las 16:00 de la tarde hora argentina. La asistencia de más de un millón de aficionados obligó a prolongar el homenaje.
Al poco tiempo de que se permitiera el ingreso para despedir a Maradona, los ánimos ya se caldearon. Fanáticos hechos fuego y pasión trataron de superar algunos controles policiales que rápidamente fueron contenidos. En respuesta: los inadaptados de siempre respondieron con botellazos y latas de cerveza vacías que volaban en todas direcciones. Se reforzó la seguridad para mantener a raya a las fieras. Aunque sólo se amansaron de verdad cuando la fila empezó a moverse de nuevo.
Cerca del mediodía ya había casos de auténtica metamorfosis entre los hinchas. Los fanáticos entraban por una puerta alegres y contentos, pero salían por otra desarmados y con el corazón en las manos. Los cantos por Maradona hacían eco en aquellos que aullaban su pérdida. «Era como si el Diego les diera la paz que tanto necesitaban», se animó a decir uno de los curiosos.
Hombres, mujeres, ancianos, niños y hasta hinchas del River Plate fueron a rendir tributo. Maradona logró, tanto en vida como en su muerte, unir a la sociedad, pero la violencia pudo más. La aparición de las barras bravas más poderosas, como «La 12» del Boca Juniors o la de Gimnasia y Esgrima de la Plata, empezaron a amenazar. En un intento por trepar el enrejado que protegía al cuerpo del Diez, la Policía cerró filas y la entrada a Casa Rosada.
Estas maniobras se repitieron durante toda la jornada. Hubo balas de goma, gases lacrimógenos, carreras... nada nuevo bajo el sol porteño. La violencia es, lastimosamente, familiar al ámbito del fútbol argentino.
El intento de saludar por última vez a una de las pocas felicidades que dio Argentina al mundo supo a poco. El coche fúnebre entró y retiró finalmente el cuerpo de Maradona para darle la paz que tanto necesitó en vida.
A 10.045 kilómetros de Buenos Aires, en el estadio de San Paolo de Nápoles colocaron una pancarta con el rostro icónico de Maradona y un calificativo: «The king», el rey. Los ídolos son de esas pocas personas con las que toleramos todo tipo de superlativos, pero en este caso parecieron quedarse cortos. En Nápoles el reino de Maradona no era de este mundo. Aquí el futbolista jugó en dos planos: uno personal, por el que cada vecino lo veía como uno más de la casa, alguien de la familia; y otro, mucho más elevado, que le otorga al hombre la categoría de divinidad. No es una exageración. O sí, pero los napolitanos son así de exagerados. Maradona fue un mesías, un santo, el redentor, Dios, «D10S» o como lo quieran llamar, pero no menos de eso.
Por esto y porque las pasiones no atienden a razones, miles de personas acudieron a ese estadio, que dentro de poco será rebautizado como Diego Armando Maradona, pese a que en toda la región rige la obligación de no salir de casa si no es por un motivo justificado. En este caso, por supuesto, lo era. El cuerpo estaba muy lejos, pero buena parte del alma quedó en Nápoles. El argentino nunca esquivó esa imagen de abanderado de las causas perdidas, mitad deseada por una parte del pueblo y mitad autoimpuesta, y Nápoles la metabolizó como sólo podía ocurrir en su tierra natal.
Maradona llegó a ese mismo estadio un día de 1984 y la primera pregunta que le hicieron fue si sabía que el dinero de la Camorra lo contaminaba todo, incluido el fútbol. Él puso cara de no saber dónde estaba, le dieron un balón y fue feliz. Después comprendió. Se hizo amigo de toda la ciudad, incluidos, claro, los capos mafiosos, e hizo campeón en 1987 a un equipo que no lo había sido nunca. El ascenso a los altares ya le había llegado un año antes en México, pero los santos suelen estar bien cotizados y Nápoles quería su parte. Por primera vez ganaban a los poderosos equipos del norte, a la Juve, cuyos aficionados recibían a los napolitanos acusándoles de llevar el cólera por toda Italia. Era el triunfo de los apestados.
El Nápoles ganó con él sus dos únicas ligas, una UEFA y una Copa de Italia. Nunca se habían visto en ésas. De no haberlo hecho, hubiera dado igual, porque ya estaban acostumbrados a ser los perdedores. Pero es que pasó, el milagro se hizo real y la ciudad se entregó al culto. Tampoco importaron sus problemas con las drogas ni con el fisco. Los murales de Maradona no han desaparecido desde entonces. El del barrio español, uno de los lugares más auténticos de Nápoles, se ha convertido ahora en un altar pagano. Mientras, desde Roma, el Papa envió una carta y un rosario a la familia de Maradona.
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