Los Angeles Lakers
D'Antoni, ni ángel ni «laker»
A verlas pasar; por María José Navarro
El caso de D'Antoni, más que enervarnos nos da pena. El actual entrenador de los Lakers es de esos que se dejan comer la merienda.
Ni siquiera en los tiempos de Magic Johnson le tomó servidora un poquito de cariño al equipo de Los Angeles Lakers, aquel que maravillaba al mundo con un show que jamás paraba, una apisonadora espectacular que traspasaba fronteras y levantaba pasiones en medio planeta. Una era más de los Pistons, de aquellos «Bad Boys» pendencieros que a la chita callando cambiaron de carácter y que metían más miedo que Carracuca gracias, entre otros, a Denis Rodman, el terror de Carracuca por las noches. A los que sólo le echamos un vistazo a los Lakers para volver a convencernos de que hay otro baloncesto posible (con gente sacrificada en defensa y tal) el caso de D'Antoni, más que enervarnos, nos da pena.
Para domeñar a esa colección interminable de egos no es posible otra cosa que tener el ego más grande aún y el actual entrenador del equipo angelino ha demostrado que, lejos de poseerlo, se deja comer la merienda. En los Lakers manda un dictador llamado Kobe Bryant, un tipo que mercadea con sus afectos y que especula con sus favores. Un jugador estratosférico y odioso al que acompañan otros tantos egoístas que se tiran hasta las zapatillas, un manojito de perlas que gustan de celebraciones ridículas a base de bailecitos y gestos que sólo Marcelo, ese lateral con vocación de humorista de fiesta infantil, es capaz de igualar. Ahí fue a parar desgraciadamente Pau Gasol, convertido hoy en el verso libre sin rima, despistado entre tanta vanidad, y algo desquiciado por tanta improvisación táctica en la que le resulta imposible dar con su papel. Y ahí está D'Antoni también, cuyo papel se reduce a firmar el albarán. Un burócrata de libro. Un pobre hombre entre malajes.
Bigotito vergonzoso; por Lucas Haurie
D'Antoni es un verdadero esperpento al que, por aplicarle el rasero de la fiabilidad típicamente americano, jamás le compraría un coche usado.
Cuando Mike D'Antoni era un tío digno, en su etapa como jugador del Simac de Milán, lucía un mostacho frondoso, viril, sobrado de orgullo y plagado de pilosidad, a juego con las patillas de su compañero, el legendario Dino Meneghin, a quien le yacía una liebre muerta debajo de cada oreja. Por el escote redondo de la camiseta de tirantes, asomaban desacomplejados vellos de cuatro dedos que empezaban a nacer en la mismísima nuez. El bigotito tímido y metrosexual que luce hoy el entrenador de los Lakers es algo más grave que un insulto a Kurt Rambis, aquel pívot tosco de los años del «showtime» con gafas y bigotón que se extendía más allá de las comisuras, como a un Pancho Villa rubio. Lo de D'Antoni es peor, digo, es la renuncia a una seña de identidad al más puro estilo Aznar. Para colmo, en vez de la barriga prominente que se le supone a su edad, luce tipín de bailarina del Bolshoi debajo de esos trajes carísimos sobre ¡¡¡camisa de manga corta!!! Un verdadero esperpento al que, por aplicarle el rasero de la fiabilidad típicamente americano, jamás le compraría nadie en sus cabales un coche usado.
Francamente, me trae al fresco la continuidad de Pau Gasol en Los Ángeles. Mientras siga dispuesto a jugar en verano con España, por mí como si lo ceden al Cacaolat Granollers, que era un equipazo la última vez que vi un partido de baloncesto que no fuese entre selecciones nacionales. No conozco más anillos que los que se venden en Place Vendôme, porque, con esta cara, uno está obligado a ser pródigo con las damas, ni me interesa un pimiento la NBA. Pero la evolución indumentaria del tal D'Antoni es del todo despreciable.
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