Boxeo
Después de la época de lluvias
El histórico combate contra Foreman en Kinshasa que relató Norman Mailer. La pelea con Foreman se celebró a las cuatro de la madrugada en Zaire, una hora muy extraña para boxear, y congregó en el Estadio Nacional 20 de Mayo a 60.000 almas negras al grito de «¡Ali, mátalo!»
«Siento compasión por los hombres que pierden», dice Norman Mailer en los minutos finales del «Cuando fuimos reyes» (1996), el documental que relata el combate entre Muhammad Ali y George Foreman celebrado en Kinshasa, Zaire, en 1974. Podía haberle rematado con su derecha, dice Mailer, cuando el cuerpo de Foreman se desplomaba pasando por delante del torso de Casius Clay, pero prefirió «la estética del hombre que cae» antes que lanzarle un último golpe que sólo hubiera ensuciado el reconocimiento hacia su adversario, un gran boxeador, Foreman, que después de ese combate cayó en una profunda depresión y volvió a reinar veinte años después. Si hoy alguien ha llorado la pérdida del hombre que le tumbó, ése es Foreman. Aquello sucedió diez segundos antes de que sonara la campana del octavo asalto. Fue el final, pero desde entonces la leyenda de aquel combate no ha hecho más crecer, un mito que Ali no dejó a la suerte de biógrafos pacifistas, sino que él mismo administró desde aquella misma noche, cuando escribió el guión de una pelea hecha para recordar: quiso ganar con su propio estilo.
Norman Mailer escribió ocho artítculos sobre el enfrentamiento entre Casius Clay y George Foreman, que aparecieron en «Playboy» a lo largo de 1975. El último, el que relata el final del combate, se tituló «Un largo derumbamiento de dos segundos» y es el que resume con más emoción el trabajo de este periodista y escritor –o a la inversa, pues no degradaba ni magnificaba el trabajo en función de su longitud–, que nos ayudó a ver lo que las imágenes de la televisión no nos podían enseñar. Foreman –escribió–, cuando su cuerpo yacía en el ring, queriéndose levantar como un borracho avergonzado, «tenía los ojos puestos en Ali y lo miraba desde abajo, sin ira, como si Ali fuera en realidad el mejor hombre que conocía en el mundo y lo estuviera mirando el día de su muerte».
Así fue. Se hicieron amigos y algo más: se respetaban profundamente porque ambos sabían su procedencia, del color negro de su piel, más negros que el alquitrán, y de la fragilidad del triunfo. Menudos eran. Cuando Foreman bajó por las escaleras del avión que le llevó a Kinshasa (la antigua Leopolville), lo hizo arrastrando un pastor alemán, el mismo que utilizaba la Policía belga en el Congo en los tiempos de la colonia, ahora República Democrática del Congo. Su carta de presentación no pudo se más provocadora, pero delante tenía un verdadero histrión que dominaba como nadie el arte de la comedia: aguantó contra las cuerdas el enorme castigo al que Foreman le sometió durante los ocho asaltos –así planteó la pelea– susurrándole al oído: «Pegas como una nena». Hasta que lo desfondó.
El combate tuvo lugar a las cuatro de la madrugada, un miércoles, a una hora extraña para boxear, pero que no impidió que en el Estadio Nacional 20 de Mayo se reunieran 60.000 almas negras al grito de «¡Ali, mátalo!», que hizo aún más oscura la noche, como es fácil ver ahora en las retrasmisiones cuando las cámaras van más allá de las primeras filas, periodistas (se reconoce al propio Mailer, Hunter S. Thompson, David Frost, George Plimpton...) y esquinas custodiadas por Angelo Dundee, quien siempre estuvo al lado de Ali, y Dick Sadle, el preparador de Foreman. El horario elegido estuvo al servicio del «prime time» norteamericano, y con una hora de retraso de la madrugada se pudo ver en España. Y se pudo ver como una escenografía moderna, a Don King, el promotor de la pelea de pelo electrificado, aquel hombre que consiguió que el dictador Mobutu Sese Seko pusiera una bolsa de cinco millones de dólares por púgil, el que leyó a Nietzsche y a Kant en la cárcel –según le confiesa a Mailer en uno de los artículos–, y pudieron verse trambién las pistolas plateadas de su gente cuando alzaron los brazos de un Ali triunfador, pero de mirada extraña.
Había pasado la época de las lluvias en Zaire y el combate fue como un huracán que lo barrió todo. Hacía un par de meses que Gerard Ford había sustituido a Nixon tras su dimisión a raíz del escándalo Watergate y medio año después terminaría la Guerra de Vietnam. Franco se recuperó de una flebitis. Mailer estuvo en el vestuario antes de la pelea. Escribió que era tan lúgrube como el metro de Moscú. Se cruzó con Ali, que se ejercitaba entre su gente, lanzando golpes al aire. «No hay nada que temer –quiso tranquilizar el púgil al periodista cuando éste le confesó que tenía miedo–. Sólo es un día más en la dramática vida de Muhammad Ali».
✕
Accede a tu cuenta para comentar