Río 2016
El otro emir de Qatar
Valero Rivera abandonó la Selección española de balonmano entre lágrimas. En 2013 se proclamó campeón del mundo en un partido inolvidable contra Dinamarca en el Sant Jordi, pero había elecciones en la Federación y, entre que unos candidatos no hablaron con él y que Qatar le presionaba para convertirlo en su seleccionador (y en el entrenador mejor pagado del mundo), se acabó marchando al emirato. En Qatar lo tenían claro: iban a ser organizadores de un Mundial y querían al mejor en el banquillo para avanzar al menos unas rondas, costara lo que costara, y dinero no falta en el país gracias al petróleo y el gas. Convencieron a Rivera y a un buen puñado de nacionalizados, aspecto por el que siempre se molesta cuando le preguntan. Es legal y ya está. Falla la ley, quizá. «Es balonmano», contesta él, que entrena a bosnios, españoles, cubanos, montenegrinos y algún qatarí también. En el Mundial de 2015, Valero no avanzó simplemente unas rondas. Llegó a meterse en la final, donde sólo la gran Francia pudo con él. En los Juegos ha debutado contra otra potencia, Croacia, a la que vapuleó en la primera jornada.
Los nacionalizados explican parte del éxito, pero no todo. Salvo el portero Saric, ninguno es una superestrella. Valero tiene mucho que ver. La definición de líder encaja perfectamente con él. Siempre quiere tenerlo todo bajo control y es maniático hasta el punto de que no le gustan las aceitunas y dicen que no permite a sus jugadores comerlas cuando está él. Su forma de trabajar es fuente de inspiración para entrenadores de otros deportes, como Pep Guardiola, que suele referirse a él como «maestro», y sus métodos han sido estudiados en universidades. En Qatar vive en un hotel con su mujer, pero suele ir a su Barcelona adoptiva (nació en Zaragoza) tanto de vacaciones como en concentraciones con la selección. Se fue para dos años, pero acaba de renovar hasta 2020. Es una eminencia. Si pudieran, le harían emir.
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