Financiación autonómica
Hay que acabar con la irresponsabilidad autonómica
El vigente sistema de financiación autonómico fue aprobado por el Gobierno de Zapatero en 2009. Su objetivo era poner fin a las eternas disputas entre los distintos gobiernos regionales acerca de cómo distribuir los ingresos tributarios de los españoles. Casi una década después, es evidente que el modelo ha fracasado: el debate sobre el modelo de financiación ha resurgido con fuerza (espoleado recientemente por la aprobación del cupo vasco, la reivindicación de una hacienda catalana propia, la petición de una quita a la deuda autonómica valenciana, etc.). Toca, en consecuencia, repensar el modelo para construirlo sobre unos fundamentos más justos y eficientes.
En primer lugar, el actual sistema de financiación se basa en el muy perverso principio de que el gobierno central recauda y las autonomías gastan. Los incentivos que esta asimetría de responsabilidades genera son patentes: los políticos regionales, irresponsables a la hora de recaudar sus tributos, hipertrofian el gasto público para comprar los votos de sus electores; en cambio, es el Ejecutivo central el que termina subiendo impuestos para transferir recursos hacia las vacías arcas de las comunidades autónomas.
Segundo, la distribución fiscal que efectúa el gobierno central entre las autonomías no es neutral. Bajo la demagoga premisa de la «solidaridad interterritorial», los impuestos abonados por los ciudadanos que residen en las regiones con una mayor renta per cápita terminan engrosando los presupuestos de los gobiernos de aquellos territorios con menor renta per cápita. En particular, los ciudadanos de Baleares, Cataluña y, sobre todo, Madrid ceden una parte muy sustancial de sus rentas a los burócratas del resto de autonomías: cada balear proporciona como media 667 euros al resto de autonomías; cada catalán, 1.337 euros; y cada madrileño, 2.540. Al hacerlo, disminuyen el incentivo de esos burócratas autonómicos a liberalizar sus economías para de esa manera impulsar su desarrollo interno.
Por último, la insuficiente descentralización de los ingresos frena casi cualquier atisbo de competencia fiscal entre las diferentes autonomías: dado que, en última instancia, es el gobierno central quien redistribuye la mayoría de la recaudación estatal, existen escasas motivaciones a que un mandatario regional trate de atraer inversiones, trabajadores cualificados o patrimonios de otras regiones. Es verdad que algunas autonomías, como la madrileña, sí han aprovechado el escaso margen con el que cuentan para minimizar tributos como el de Sucesiones o Patrimonio, pero en general la competencia fiscal es casi nula. En última instancia, el actual modelo de financiación actúa como un cártel entre administraciones públicas para anestesiar cualquier impulso a rivalizar recortando impuestos.
En definitiva, España debería avanzar hacia un nuevo modelo de financiación basado en la descentralización, la suficiencia y la corresponsabilidad fiscal. A saber, permitir que cada autonomía recaude la totalidad de los ingresos que necesita para sufragar aquellos gastos que recaen bajo su competencia y, por supuesto, poner fin a la ineficiente e injusta redistribución interterritorial. Si la mayor parte del gasto público se ejecuta de manera descentralizada por parte de cada autonomía, entonces también habrá que estructurar la financiación de ese gasto de manera descentralizada. Por supuesto, esa mayor capacidad recaudatoria también debería ir asociada a menores asistencias del gobierno central. Si cada gobierno autonómico recauda cuanto quiere y gasta cuanto desea, entonces habrá que rechazar frontalmente cualquier iniciativa que, como el Fondo de Liquidez Autonómico, trate de rescatar a los ejecutivos regionales de su propia imprudencia e indisciplina. Autonomía en los gastos, autonomía en los ingresos y autonomía en la bancarrota: es hora de que los regidores regionales dejen de jugar con las cartas marcadas.
Liberalicen el taxi
Este pasado miércoles, los taxistas de toda España volvieron a declararse en huelga para protestar contra las licencias VTC concedidas a compañías como Uber o Cabify. De acuerdo con los taxistas, estas dos compañías están ejerciendo una competencia desleal contra su sector, por lo que el Gobierno debería poner coto legal a sus actividades. En realidad, empero, los únicos que practican desde hace décadas una competencia desleal en esta industria son todos aquellos taxistas que desean aislarse de la competencia a través del restrictivo sistema de licencias que rige en el sector. Cualquier conductor mínimamente cualificado –y no sólo aquellos que cuentan con licencia de autotaxi o VTC– debería poder desarrollar las funciones de un taxista: es decir, el alquiler de vehículos con conductor debería ser un negocio totalmente liberalizado y abierto a la competencia. A día de hoy, el sistema de licencias sólo benefician a aquellos que cuentan con una: ni los conductores excluidos del mercado ni, sobre todo, los usuarios ganan nada de esta anacrónica regulación de corte gremialista.
Renta minima : 15.000 millones
La Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) publicó esta semana sus estimaciones de cuál sería el coste de una renta mínima como la propuesta por el PSOE o por Podemos. Como es sabido, ambas formaciones de izquierdas buscan reforzar las transferencias a los colectivos más vulnerables de nuestra sociedad a través de la ampliación y flexibilización de los actuales programas de rentas mínimas de inserción existentes en todas las autonomías. Y, de acuerdo con la AIReF, incrementar su importe y relajar su condicionalidad podría llegar a costar 15.000 millones de euros. Por poner esta cifra en perspectiva, se trata de una tercera parte de lo que anualmente gastamos en educación pública o de una quinta parte de recaudación por IRPF. Presupuestariamente, pues, no es el mejor momento para adoptar este tipo de iniciativas. Pero, además, antes siquiera de plantearlas deberíamos buscar otras formas más eficaces de combatir la pobreza y de ayudar a los colectivos más vulnerables: a saber, liberalizar la economía y recortar los impuestos. Dejar de prohibir la pesca en lugar de ponernos a repartir peces gratis.
La hucha de las pensiones
Se acerca la hora de la paga extra de Navidad para las pensiones públicas, con un coste cercano a los 7.800 millones de euros, y el Gobierno ha vuelto a echar mano del Fondo de Reserva de la Seguridad Social, la popular «hucha de las pensiones». En concreto, 3.600 millones de los 7.800 necesarios proceden del Fondo (el resto, de un mayor endeudamiento), lo que reduce sus activos a apenas 8.095 millones. O dicho de otra forma: el Fondo de Reserva apenas conserva un capital bruto para abonar una paga extra más. El año que viene, pues, se agotará definitivamente. Aunque, siendo rigurosos, habría que apuntar a que el Fondo ya se ha agotado: si a esos 8.000 millones de euros en activos les restamos las deudas que ha tenido que contraer el propio Fondo durante este año para evitar mayores retiradas de capital, su patrimonio neto ya es negativo, es decir, sus pasivos superan a sus activos por primera vez desde su creación. Quienes confiaban en que el Fondo iba a garantizar la viabilidad de la Seguridad Social en el largo plazo deberían comenzar a despertar ya de su sueño.
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