Unión Europea
La tortuosa negociación del TTIP (o cómo caer en la irrelevancia internacional)
El Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y la Unión Europea supone una oportunidad extraordinaria para Bruselas de cara a su posicionamiento internacional. No obstante, el avance de los populismos a ambos lados del Atlántico podría arruinar estas esperanzas
Una de las más destacadas bienvenidas con que fue honrado Barack Obama a su llegada a Madrid el pasado sábado fue la pancarta desplegada por activistas de Greenpeace sobre el emblemático edificio de Metrópolis; en ella, haciendo un guiño a su grito de campaña “Yes we can!” del año 2008, protestaban contra el Tratado de Libre Comercio e Inversión (o TTIP) que la Unión Europea y Estados Unidos se encuentran negociando en la actualidad.
Este hecho constituye la enésima prueba de la oposición frontal al Tratado que, desde el inicio de las negociaciones en 2013, han venido planteando en nuestro país y en el resto de la Unión Europea determinados sectores de la sociedad; en particular, la izquierda política y habituales eurófobos como el Frente Nacional francés.
Mientras tanto, en Estados Unidos, el final de la presidencia de Obama abrirá las puertas en noviembre a un gobierno liderado por el candidato republicano Trump, o, lo que es más probable, de su adversaria demócrata Hillary Clinton. El primero, en su habitual retórica, ha calificado el TTIP como “un ataque contra los trabajadores americanos”; por su parte, Clinton, que en su día, como Secretaria de Estado, alabó este tipo de tratados, parece estar cambiando su posicionamiento conforme la opinión pública se muestra cada vez más contraria.
El pasado 11 de julio comenzó en Bruselas una nueva ronda de negociaciones entre los representantes de ambos bloques, la primera desde que el Reino Unido decidiese, en el referéndum celebrado el 23 de junio, abandonar la Unión Europea. Uno de los temas que de nuevo pondrá sobre la mesa la representación de la Comisión Europea será la necesidad de incluir un capítulo específico en el Tratado sobre energía, posición a la que, hasta ahora, los negociadores estadounidenses se habían opuesto.
Dicha inclusión conllevaría la supresión de determinadas barreras legales que limitan en gran medida, por ejemplo, la exportación de gas natural americano a otros países. Estados Unidos, gracias al desarrollo de las técnicas como la fracturación hidráulica (o fracking), se ha convertido en el mayor productor de petróleo y gas natural a nivel global. El acceso a los mercados internacionales de grandes cantidades de estos recursos sería de una innegable trascendencia tanto comercial como diplomática.
¿Qué ocurrirá con Rusia?
En este último sentido, dichas exportaciones podrían reducir la relevancia de regiones altamente conflictivas como Oriente Medio. Pero, además, dichas exportaciones tendrían una importancia fundamental para la seguridad energética de la Unión Europea. Ésta importa actualmente más de la mitad de sus recursos energéticos, de los cuales más de un tercio proceden de Rusia. Si bien Moscú ha resultado ser un socio comercial fiable a este respecto, la dependencia energética de Bruselas limita enormemente las medidas que en política exterior se pueden plantear frente a actos hostiles como los perpetrados en Crimea y el este de Ucrania. Una de las ventajas del TTIP que más se alabó en su momento fue precisamente la posibilidad de reducir la dependencia energética de países como Rusia. Ciertamente, la importación de gas natural licuado americano no sería suficiente, ni en el mejor de los escenarios, para desplazar las importaciones rusas; no obstante, bastarían para diversificar la oferta a disposición de los Estados miembros, facilitando la capacidad de maniobra del servicio diplomático europeo frente a futuros actos agresivos del gobierno de Putin.
Pese a todo, estas preocupaciones, que serían aliviadas por la firma del TTIP, están siendo mitigadas precisamente al margen de las negociaciones y por causas ajenas a las mismas. Así, el pasado mes de diciembre, el Congreso de los Estados Unidos aprobó el levantamiento de las limitaciones legales a la exportación de crudo, vigentes desde el embargo de la OPEC. De forma paralela, Washington está simplificando el complejo entramado burocrático para la concesión de licencias de exportación de gas natural.
Si a esto se une el coste político que para los gobiernos europeos puede suponer la firma del tratado o la aparición de signos, si bien leves, de una recuperación económica que podría reducir el interés en una alianza transatlántica, las razones para impulsar la firma del TTIP y, en particular, para incluir un capítulo dedicado a la energía, podrían verse gravemente cuestionadas.
Trabas a ambos lados del Atlántico
La adopción de esta postura por parte de los gobiernos europeos sería ciertamente nefasta para el posicionamiento internacional de la Unión Europea y de sus Estados miembros. Por un lado, la firma del TTIP supondría todo un espaldarazo a las relaciones transatlánticas en un momento en que el eje de influencia parece estar basculando cada vez más hacia el Pacífico, alzándose como un modelo para futuros tratados en un contexto en que prima el bilateralismo y la ausencia de gobernanza energética. Asimismo, la creación de la mayor área de libre comercio del planeta tendría una relevancia geoestratégica innegable. Son éstas algunas de las herramientas del llamado “soft power” que una Europa particularmente irrelevante en términos militares tiene a su alcance y le granjean, por lo menos hasta hoy, su particular estatus global.
El retraso con que se están desarrollando las negociaciones, puestas aún más en entredicho tras el resultado del referéndum británico, la filtración casi sistemática de los textos negociados y la excesiva ambición y falta de rigor con que se han ido fijando los plazos para las mismas no están ayudando en absoluto en la consecución de un tratado. Por su parte, y sin negar el alto valor de una oposición sensata al Tratado, los ataques populistas a las negociaciones desde ambos lados del Atlánticohacen peligrar una oportunidad única para que la Unión Europea mantenga (o restaure) su relevancia geoestratégica internacional frente a la pujanza del Pacífico.
Conviene, más que nunca, que las delegaciones de Bruselas y Washington fijen objetivos sensatos, alcanzables y realistas, con el foco puesto en los principales desafíos que enfrentan la Unión Europea y Estados Unidos a nivel global, y sin que la firmeza de las posiciones impida la necesaria flexibilidad que toda negociación exige a las partes para alcanzar soluciones óptimas y equilibradas.
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