Opinión

Hace falta un “plan B” por si falla Bruselas

No se puede caer en voluntarismos y hay que asumir que nos amenaza un período de recesión más largo de lo previsto y que, lamentablemente, se augura más intenso para una economía como la española.

Los empresarios han recibido con estupor las últimas medidas dictadas por el Gobierno para combatir la emergencia sanitaria del coronavirus, que implican no sólo la paralización casi total de la economías española, sino que se trasladan a las empresas la mayor parte de los costes laborales, sin más lenitivo que la posibilidad de endeudarse con avales del ICO. Comprendemos la preocupación que embarga al Ejecutivo ante el avance de la pandemia y el incremento trágico de los fallecimientos y, por supuesto, entendemos su ansiedad ante la percepción general de falta de eficacia en la gestión que se ha instalado en la opinión pública, atónita ante la escasez de medios materiales y humanos con los que el sistema sanitario está afrontando la batalla.

De ahí que estemos obligados a expresar la duda razonable de si la drástica decisión se ha planteado desde el análisis ponderado de la situación o, si por el contrario, responde a una improvisación más de nuestros gobernantes, ante el desolador panorama que está viviendo la sociedad española, como, lamentablemente, revelan las confusas explicaciones aportadas por la ministra de Hacienda y portavoz del Gobierno, María Jesús Montero, al término del Consejo de Ministros extraordinario, a la hora de establecer qué se entiende por devolución de horas y a quiénes realmente afecta, ya que puede haber dentro de una misma empresa, por ejemplo, de material ferroviario, trabajadores que puedan realizar su labor desde casa y otros obligados a ir a pie de obra. Pero más allá de estas imprecisiones, las consecuencias de tales medidas, que afectan directamente a sectores estratégicos de nuestra economía, como la construcción y su tejido de empresas auxiliares, y que suponen una carga adicional para los autónomos y pymes, a los que, dicho sea de paso, no se les ha ahorrado fiscalidad alguna, pueden suponer, de alargarse el estado de alarma más allá de lo previsto, un lastre imposible para la eventual recuperación, especialmente en lo que se refiere al mercado laboral.

Preocupa, también, que la decisión, pese a las afirmaciones del Gobierno, se haya tomado sin tener en consideración la opinión del sector empresarial, como denuncian las diversas asociaciones de empresarios, al que se regatea, incluso, su disposición moral a colaborar como parte del cuerpo social en la lucha contra esta tragedia, insinuando su intención de aprovechar la crisis para efectuar despidos a bajo coste. Esta desconfianza, al menos, aparente, contrasta con la convicción que muestra el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, de que el conjunto de la Unión Europea acabará por aceptar su demanda de un gran plan de reconstrucción billonario, planteado como un órdago, que permitirá a los países más tocados por la crisis y con menos recursos propios, o que no han sabido aprovechar la época de bonanza para sanear la deuda pública, paliar los daños.

Sin querer acusar al jefe del Ejecutivo de caer en el voluntarismo, si debemos advertir que la respuesta de nuestros socios, en especial la de Alemania, no es, precisamente alentadora y aconseja la preparación de un planteamiento alternativo, lo que coloquialmente se denomina un «Plan B», para afrontar un período de recesión más largo de lo previsto y que, lamentablemente, se augura más intenso para una economía como la española, cuyo 12 por ciento del PIB depende de la industria turística –con más de un millón de empleos en peligro– y cuyas perspectivas de recuperación a corto plazo no son nada halagüeñas. Hace falta, pues, una estrategia de fondo que, sin descontar a priori los auxilios que procedan de Bruselas, contemple un escenario europeo menos solidario y, por supuesto, en la que los agentes sociales, incluido el sector empresarial, tengan la debida voz.