Editorial

La vivienda no debe ser un cebo populista

En algunas ciudades de España, conseguir una vivienda digna se convierte en un objetivo inalcanzable para aquellos ciudadanos de ingresos bajos y medios, normalmente, inmigrantes recientes y jóvenes que comienzan su vida laboral, que se ven expulsados a extrarradios cada vez más lejanos y con escasas comunicaciones por transporte público o que, en su defecto, deben destinar hasta dos tercios de sus salarios para acceder a un mercado cada vez más restrictivo y cauteloso tras el estallido de lo que dimos en llamar la «burbuja inmobiliaria» y su detonante necesario: el gran festival de créditos hipotecarios.

Que no sea exclusivamente un problema español no debe significar consuelo alguno, muy al contrario, debería servir de acicate para examinar desde el desapasionamiento en qué han fallado las políticas de vivienda en la Unión Europea y qué factores de presión externa, desde los medio ambientales a los modelos dirigistas, han contribuido a esta situación. Por otra parte, el hecho de que contemos con experiencias externas previas se antojaría una ventaja para no incurrir en los mismos errores, de no ser por una circunstancia coyuntural, específicamente española, como es la existencia de un gobierno de coalición entre socialista y comunistas que suele solucionar sus discrepancias internas desde la improvisación y la urgencia.

Como ya hemos señalado editorialmente, el proyecto de la Ley de Vivienda no sólo repite los errores cometidos en otros países de nuestro entorno, notablemente, Alemania, Austria, Países Bajos y Francia, sino que es un calco de la fracasada legislación catalana de contención del alquiler, que ha provocado el hundimiento de la oferta –existen cálculos que cifran su caída en más del 40 por ciento– y que, además, se encuentra en revisión ante el Tribunal Constitucional. Sin prácticamente otros efectos que las restricciones del mercado, la desconfianza de los inversores y el florecimiento de circuitos paralelos, este tipo de medidas –siempre rebajadas hasta la ineficacia por los imperativos de un modelo de convivencia que prima el libre comercio y el derecho a la propiedad privada sobre las políticas colectivizadoras–, apenas sirven de cebo populista cuando los problemas de verdad acucian y hay que buscar salidas fáciles al fracaso, como es trasladar a la ciudadanía la responsabilidad subsidiaria de las administraciones públicas.

Unas administraciones, conviene no olvidarlo, que son las que dictan las normas por las que se regula el mercado inmobiliario, determinan la tipología del suelo disponible e imponen las restricciones a la construcción. Pero, parece, que la culpa es el del malvado propietario que tiene unos pisos en alquiler y al que hay que exaccionar.