Editoriales

Ni patria potestad ni objeción de conciencia

Hace más de una década que el Tribunal Constitucional mantiene en el cajón de las decisiones incómodas el recurso que presentó el Partido Popular contra la reforma de la ley del aborto de 2010, la llamada «ley de plazos», y pese a las declaraciones de buena voluntad de su presidente no parece que su resolución este próxima. Mientras, una izquierda radical que ha banalizado el drama que supone para la inmensa mayoría de las mujeres la interrupción voluntaria del embarazo, en la práctica equiparado a un método anticonceptivo más, y que pretende hacer del aborto un derecho incuestionable y absoluto, por más que el acto en sí repugne a las conciencias de una parte de la población, con independencia de convicciones religiosas, pretende llevar al Parlamento una nueva reforma de la ley que, bajo la excusa del libre acceso a la salud, pasa por encima de dos derechos constitucionales básicos, como son la patria potestad y la objeción de conciencia del personal sanitario.

En efecto, la ministra de Igualdad, Irene Montero, una de las más firmes impulsoras de esta cultura de la muerte que se pretende progresista, pero que, sin embargo, se nutre de las raíces más obscuras de la evolución de la humanidad, anunció, ayer, ante la comisión correspondiente del Congreso, las líneas de su proyecto legislativo, que, entre otras cuestiones, obligará a los médicos de los centros hospitalarios públicos a figurar en un listado de objetores y permitirá que las menores de 16 y 17 años puedan abortar sin permiso de sus padres o tutores, que, es preciso recalcarlo, son los responsables a todos los efectos legales del cuidado y protección de los hijos, y, subsidiariamente, de las acciones que éstos puedan cometer. El Estado se arroga así una potestad sobre los menores que no le corresponde y que, por extensión, podría aplicarse a otros órdenes de las relaciones familiares con funestas consecuencias.

Es más, ante una situación trágica y de muy difícil gestión emocional como es el aborto, se desprecia el consejo y el apoyo familiar, bajo esa caricatura del padre colérico y machista que en contadas ocasiones responde a la realidad. Pero, luego, son esos mismos progenitores quienes afrontan las consecuencias psicológicas de un acto que la ministra propugna como inocuo y cotidiano.

En la misma línea, se queja la ministra de las dificultades que encuentran las mujeres para interrumpir el embarazo en la Sanidad Pública, obviando, como si fuera una nota despreciable, cosas del caduco heteropatriarcado, que el compromiso ético de los profesionales de la medicina con la protección de la salud y la vida de las personas es un timbre de honor que inspira las conductas de la mayoría. De ahí, esa lista de objetores como método de intimidación, que, con toda seguridad, no tendrá los resultados buscados.