Editorial

Crímenes de guerra en la Europa del siglo XXI

Con ser relevantes que las conductas criminales no queden impunes, no lo es menos probar con hechos la voluntad de llegar hasta el final para hacer justicia a las víctimas

A medida que la invasión progresa y se acelera, la destrucción y el padecimiento se multiplican en Ucrania. El tercer día de ataque de las tropas de Putin ha puesto sobre la mesa el tétrico retrato de un estallido de maldad y dolor inherente a todo enfrentamiento con armas que, se quieran o no, resultan devastadoras en pleno siglo XXI. No hay posibilidad alguna de establecer un balance lo suficientemente riguroso de las pérdidas humanas, pero las imágenes de los daños provenientes de distintas fuentes y sobre todo los informes operativos del mando agresor, que no oculta el carácter abrumador del ataque, conforman un paisaje ya desolador de múltiples violaciones de los derechos humanos. Moscú lanzó solo en la madrugada de ayer 800 misiles de crucero sobre objetivos en Ucrania y no hay certificado posible que garantice la precisión quirúrgica en ese nivel de destrucción. En realidad, hoy sabemos que edificios civiles en distintas localidades han sido alcanzados, entre ellos bloques residenciales, hospitales y alguna guardería. Al menos dos centenares de personas no movilizadas han resultado muertas, entre ellas varios niños, al igual que otros centenares han sido heridos, muchos pequeños entre ellos. No nos podemos llamar a engaño. Es la guerra. No hay zona segura, ni refugio que garantice la integridad de los no combatientes de manera absoluta. Putin, por supuesto, ha sabido desde el principio que el ataque en las dimensiones absolutas en las que se lleva a cabo desataría un infierno en la tierra. Desde una posición de fuerza y poder, el inquilino del Kremlin ha sacrificado miles de vidas inocentes, seguro que también rusas, el presente y el futuro de un país soberano sin que estemos en condiciones de prever dónde acabará este torbellino destructivo. En todo caso, a las instancias correspondientes compete depurar las actuaciones en la zona y las decisiones políticas y militares en toda la cadena de mando. Existen ya elementos suficientes para rubricar que Ucrania es escenario de crímenes de guerra y contra la humanidad en el marco de un ataque ilegal que ha violado los fundamentos más básicos del derecho internacional y la soberanía territorial de un Estado libre e independiente. Las autoridades de Kiev acumulan informes y testimonios sobre las actividades de las fuerzas militares rusas para enviarlos a la Corte Penal Internacional (CPI). Es el camino. También hacen lo propio distintas organizaciones civiles multinacionales, que han puesto el foco sobre bombardeos indiscriminados documentados y han desmentido que los invasores estén empleando, como proclaman, «armas de precisión» para reducir el número de bajas civiles. Tres días después de la agresión, parece indiscutible que se configuran indicios y pruebas para establecer una causa penal contra Moscú. Obviamente, no se puede pecar de ingenuos y vislumbrar siquiera a medio plazo a los señores de la guerra rusos sentados en un banquillo. Tampoco a esos ucranianos a los que el Kremlin señala por atrocidades en Donbás en estos años. No. Es cierto que la controversia jurídica lo complica aún más pues ni Rusia ni Ucrania han ratificado el Estatuto de Roma, el fundacional de la CPI. Esta Corte tiene atribución desde 2002 sobre los «crímenes de guerra», de «lesa humanidad» y de «genocidio», pero también sobre el «crimen de agresión» (como es la invasión y ocupación militar), pero para que la jurisdicción internacional fuera aplicable en el último supuesto los dos países tendrían que haberla refrendado y sometido así a las disposiciones del tribunal especial, lo que no ha sucedido. Pese a todo, la opción de abrir un proceso para juzgar actos de genocidio, crímenes de guerra o crímenes contra la Humanidad en territorio ucraniano debe articularse. Cuenta con posibilidades de prosperar, aunque inciertas. Con ser relevantes que las conductas criminales no queden impunes, no lo es menos probar con hechos la voluntad de llegar hasta el final para hacer justicia a las víctimas. Se consiga o no. Es un deber moral para la comunidad internacional por obstáculos que frustren el noble propósito.