Editorial
Misma confusión en el «final» de la pandemia
A partir de hoy, las mascarillas dejan de ser de uso obligatorio en interiores, de acuerdo a un Decreto Ley aprobado ayer por el Consejo de Ministros que, sin embargo, contiene tantas excepciones y recomendaciones que, sin duda, obligará a publicar en el BOE una adenda con las aclaraciones de rigor. Nada que llame a la extrañeza de los ciudadanos, porque la confusión ha venido siendo la tónica general en la gestión gubernamental de la pandemia. De hecho, con esta decisión, podríamos afirmar que el Gobierno ha decretado el final oficial de la pandemia, si no fuera porque, en un insólito ejercicio de política preventiva, deja al criterio de los empresarios el uso de los tapabocas en los centros de trabajo.
Y hace bien el Ejecutivo en cubrirse las espaldas porque con los últimos datos en la mano, la infección sigue entre nosotros y no parece que nadie esté en condiciones de garantizar que el maldito coronavirus no mute en una nueva cepa más peligrosa. De hecho, en la última semana ha habido que lamentar la muerte por Covid-19 de otros 455 españoles más, al tiempo que se ha registrado un incremento de la incidencia de los contagios, con más de 35.000 nuevos infectados entre los mayores de 60 años, que es el sector de la población más vulnerable.
Se apoya el Gobierno, para retirar el uso obligatorio de las mascarillas, en dos hechos incuestionables, como son la eficacia demostrada por las vacunas para aminorar la gravedad de la infección y el bajo riesgo que marcan los indicadores sanitarios en la mayor parte del territorio. O, dicho de otra forma, que se puede hablar de un proceso de «gripalización» del Covid con el que no queda más remedio que convivir. Pero, de ser así, no se entienden las cautelas y prevenciones que enmarcan una decisión de consecuencias imprevisibles.
Que conste que nadie en su sano juicio puede rechazar que el principio de precaución se aplique a los ámbitos sociosanitarios, los hospitales, los ambulatorios o las farmacias –donde rige la obligatoriedad de las mascarillas– y a los medios de transporte público urbanos e interurbanos. Pero es que, también, se recomienda su uso a la población vulnerable (mayores de 60 años, personas inmunodeprimidas, pacientes con enfermedad de riesgo, mujeres embarazadas, profesorado con factores de vulnerabilidad...) y en los eventos multitudinarios, aglomeraciones e, incluso, reuniones familiares y privadas en las que estén presentes personas con esos problemas de vulnerabilidad. Y, como señalábamos al principio, en los centros de trabajo, siempre que lo determinen los responsables de riesgos laborales. Sin duda, la conclusión es que el Ejecutivo es consciente del riesgo de una medida, eminentemente política, que traslada un mensaje socialmente muy positivo pero que llevará a la inevitable relajación frente a la infección.
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