Editorial

Vuelve el esplendor de un país en horas bajas

Más allá de la devoción del pueblo británico por su reina, reflejada en el respeto y el cariño que han presidido los distintos actos fúnebres de esta larga y agotadora semana, lo cierto es que la muerte de Isabel II ha devuelto el viejo esplendor a un país que se mantiene fiel a sus glorias imperiales, pero que atraviesa una profunda crisis social, económica y política mientras busca un nuevo lugar en el mundo. En este sentido, es impagable el servicio que ha hecho, una vez más, la monarquía británica a la hora de proyectar internacionalmente a Reino Unido.

Pocas instituciones tienen la capacidad de mantener durante ocho días el interés de millones de ciudadanos de todo el orbe en torno a un acontecimiento que, en el fondo, carece de mayor trascendencia, al menos, fuera del ámbito de la cultura popular. Pocas instituciones son capaces de reunir a medio millar de jefes de Estado y dignatarios de todo el mundo para asistir al funeral de una reina, que era cabeza de una monarquía parlamentaria, por lo tanto, sin poderes ejecutivos. Y sí, muy pocas instituciones guardan con extraordinaria minuciosidad un protocolo que, con su solemnidad no exenta de colorido, realza las mejores tradiciones británicas y evoca la gloria de una nación que dominó los mares y conformó, en dura y secular pugna con los imperios español y francés, una parte fundamental del mundo, tal y como hoy lo conocemos.

Un protocolo, dicho sea de paso, que no deja nada al azar ni cede un ápice a la coyuntura política, y en el que las preeminencias están predeterminadas por la condición personal de los invitados y su representatividad institucional. Y así, estos días, los paisajes, los palacios, los espacios monumentales de Escocia y de Inglaterra, con toda la rica simbología de «lo inglés», han sido el centro de la atención mundial, y Londres, la capital de todos. La reina Isabel ya descansa en paz y tendrá un puesto de honor en la historia, pero la monarquía permanece en la figura de su hijo, Carlos III, y con él la certeza de la continuidad de Reino Unido en el concierto de las naciones democráticas.

Porque, como en España, la Corona es garantía de la defensa de los derechos constitucionales, de la unidad y de la libertad de sus ciudadanos, pero, también, el engarce entre el pasado, el presente y el futuro de la nación. La corona británica es, pues, el mejor asidero espiritual para un país que atraviesa muchas dificultades pero que sabrá superarlas. Porque, aunque suene duro decirlo, más en estos momentos, Isabel II ha hecho con su muerte un último servicio a su pueblo, también impagable. Porque con la marcha de su reina más querida, los británicos han recuperado su orgullo como pueblo y han demostrado al mundo de lo que son capaces. Porque lo que hemos visto estos días al otro lado del canal de la Mancha es mucho más que un ejercicio de nostalgia.