Editorial
La maldición del barranco del Poyo
La mejor lección que la sociedad deba extraer de la maldición del barranco del Poyo es la inutilidad y la vergüenza de lanzarse los muertos y el dolor de todos como arma arrojadiza de la política.
A medida que progresa la instrucción judicial sobre las responsabilidades de las distintas administraciones en la tragedia de la Dana de Valencia, y con independencia del rumbo que tome una investigación que será revisada con toda seguridad por instancias superiores, parece cada vez más patente que la búsqueda de culpables alentada desde el sectarismo político, que es lo que ha sucedido en Valencia como en otras tragedias de distinta naturaleza sufridas por la sociedad española, se desliza por un laberinto de difícil salida, entre otras razones, porque en la sucesión de aquellos funestos acontecimientos hubo una parte no menor de azar y mala suerte.
Con esto no queremos exculpar las responsabilidades que atañen a la gestión de la emergencia por parte del Gobierno de la Generalitat que preside Carlos Mazón, pero sí reconocer que otros actores señalados, como la Confederación Hidrográfica del Júcar o la Delegación del Gobierno, también se vieron desbordados por un fenómeno meteorológico de una intensidad con pocos precedentes. Así, todo parece indicar que se sumaron para complicar las labores de prevención y alerta dos factores determinantes y poco previsibles como la preocupación general por la capacidad de resistencia de la presa de Forata, que desvió el centro de atención lejos del barranco del Poyo, seguramente, porque en el ánimo de todos los implicados flotaba el fantasma de la rotura del embalse de Tous, que provocó la «pantanada» de 1982.
El otro factor fue el comportamiento irregular de la precipitación en la cabecera del barranco del Poyo, que descendió su nivel de caudal pasado el mediodía para elevarse de manera impresionante, por encima de cualquier registro, unas horas después, cuando ya se había retirado el destacamento de bomberos desplegado en la zona en tareas de vigilancia y los servicios de medición de la Confederación Hidrográfica del Júcar, dependiente del Gobierno central, habían dejado de comunicar al Centro de Emergencias los datos de la avenida en tiempo real.
Ciertamente, la búsqueda de responsabilidades debería extenderse a aquellos políticos de las izquierdas socialista y nacionalista valencianas que impidieron con una reforma legislativa –la llamada Ley de Huertas– que se acometieran las obras hidráulicas aprobadas para la prevención y control de avenidas en el barranco maldito y, también, a los responsables gubernamentales incapaces, por razones ideológicas y partidistas, de afrontar en tiempo y forma una situación de riesgo permanente de inundaciones torrenciales vinculadas a la particular orografía del levante español. Pero, tal vez, la mejor lección que la sociedad deba extraer de la maldición del barranco del Poyo es la inutilidad y la vergüenza de lanzarse los muertos y el dolor de todos como arma arrojadiza de la política.