Teatro
«El cojo de Inishmaan»: El valle no era tan verde
Autor: Martin McDonagh. Versión y traducción: José Luis Collado. Dirección: Gerardo Vera. Escenografía y vestuario: Alejandro Andújar. Reparto: Marisa Paredes, Terele Pávez, Enric Benavent, Ferran Vilajoana, Irene Escolar, Adam Jezierski, Marcial Álvarez, Ricardo Joven, Teresa Lozano. Teatro Español. Madrid.
«El cojo de Inishmaan» podría haberse quedado en un retrato costumbrista de la Irlanda profunda. Tampoco tendría nada de malo: los hay brillantes, como «Bailando en Lughnasa», de Brian Friel. Pero Martin McDonagh es un retratista de heridas abiertas en pieles concretas más que de momentos históricos. Quizá por eso, aunque en sus divertidos diálogos hay ráfagas de lo que debió de ser la vida en un pueblo de pescadores irlandeses a comienzos del siglo XX, con un abanico de defectos y virtudes que recuerdan a «El hombre tranquilo» –aquí son las Islas Aran, no Connemara, pero tanto da–, al final lo que al autor de la dura «El hombre almohada» le importa es la identidad, el desarraigo y el dolor, encarnados en su protagonista: el tullido y feo Billy, huérfano criado por dos tías solteronas y empeñado en luchar contra los prejuicios y la adversidad. McDonagh deja espacio a sus personajes para conmover, divertir y, algo menos, para respirar, sin dejar de recordarnos que la vida es muy perra. Situado en ese terreno tan agradecido entre la comedia y el drama, el ameno montaje que Gerardo Vera ha estrenado el Teatro Español –en breve podrá seguir viéndose en el Infanta Isabel– funciona con una sonrisa amarga en su tono y ritmo, y deja a actrices como Marisa Paredes y Terele Pávez lucirse con personajes entrañables. Sus tías Kate y Eileen, con sus trastornos de personalidad, interpretadas desde cierto realismo contenido, son de lo mejor. Tiene gracia la arisca adolescente Helen de Irene Escolar, abriéndose paso a mamporros en la vida, como el teatro de McDonagh, y la actriz la interpreta con desparpajo y naturalidad. Billy exige de Ferran Vilajoana un esfuerzo físico notable y el joven actor le aporta frescura y una convincente bondad. Al rey de los cotillas, el Johnypateen de Enric Benavent, con el que McDonagh lanza una reflexión sobre los rumores y el valor de la oralidad en el entorno rural, le sobra algo de color local y de registro chillón –y no hablo sólo de su ropa–, como a su alcoholizada madre en la ficción, Teresa Lozano, y a Bartley, repelente niño Vicente al que da vida con excesiva comicidad Adam Jiezirski. Pese a estos acercamientos a la farsa, el montaje es imaginativo. La escena de la proyección, de una belleza sencilla y sin pretensiones, resume lo que el buen teatro debería ser.
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