El Euroblog
Veinte años de Maastricht
Hace 20 años, el 7 de febrero de 1992 los ministros de Exteriores y Economía de la Comunidad Europea acudieron a la pequeña localidad holandesa de Maastricht para estampar su firma en el Tratado de la Unión Europea (TUE), embrión de la UE en la que hoy vivimos. Con el texto, que entró en vigor en noviembre de 1993, los doce países que por entonces formaban la CE se comprometían a lanzar una Unión Económica y Monetaria (UEM) y a poner los cimientos de una futura Unión Política.
De la mano del presidente de la Comisión Europea, el francés Jacques Delors, y el impulso político de líderes europeístas como Helmut Kohl, François Mitterrand o Felipe González, Europa apostaba de forma decidida por aumentar su integración en todos los ámbitos (economía, justicia, seguridad, política exterior...). Superada la Guerra Fría, ya no había excusas para que los europeos no se unieran para ser más fuertes en la escena internacional. El 1 de enero de 2002 nació la moneda conún europea y el 1 de mayo de 2004 la adhesión de ocho países ex comunistas puso fin a la división del continente.
Veinte años después, sin embargo, en la UE de los Veintisiete, la economía se ha impuesto a la política definitivamente. La Unión Política, consecuencia inevitable de la UEM, no es algo prioritario para sus Estados miembros, que aún no se han repuesto del fracaso de la Constitución Europea, rechazada en referéndum por franceses y holandeses en la primavera de 2005.
Tres tratados y veinte años después, la UE se encuentra imersa en una profunda crisis de identidad. La mayor crisis económica y financiera desde los años treinta ha puesto en peligro su mayor logro, el euro, y amenaza con derrumbar los cimientos de sesenta años de proceso de construcción europea. Los Estados ganan peso y protagonismo frente a unas instituciones comunitarias (Comisión y Parlamento) convertidas en auténticos convidados de piedra.
Por si el panorama no fuera lo suficientemente desalentador, la ortodoxia presupuestaria impuesta por Alemania amenaza con retrasar la salida de la crisis y, lo que es peor, aumentar la creciente desafección de la opinión pública hacia Europa. Bruselas representa, una vez más, el papel de la madrastra que exige a sus hijos recortar el déficit, abaratar el despido o reducir el gasto social. ¿Alguien se puede extrañar entonces de que crezca el euroescepticismo en todas las latitudes de la UE?
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