Política

Pablo Iglesias: Cómo deglutir tus principios para viajar al centro

El perfil de.... El líder de Podemos hace mucho que dejó de ser el predicador sulfúrico que encendía los televisores y se está despojando de esa aura antipática de profesor sabihondo, maestro liendre que de todo sabe y de nada entiende dando lecciones a todo el mundo. Ha transitado de tertuliano a presidenciable sin casi pagar peajes

Pablo Iglesias
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Podemos no pudo, pero casi. Pablo Iglesias no ha asaltado el cielo, todavía, pero espera que los Reyes Magos le traigan ese helicóptero teledirigido que sería un pacto a múltiples bandas que lo convertirían en el primer soltero en habitar La Moncloa. Hoy está complicado aunque cuando termine la undécima legislatura, larga o corta, se presentará a las puertas de la duodécima como la principal referencia para quienes deseen votar cambio. «Si importante es el día del examen, más importante es el día de la corrección», solía repetir en clase un catedrático al que parafraseará este profesor de Ciencias Políticas: «Si nervios hubo en la noche electoral, más nervios habrá en las siguientes semanas».

Para ganar, para triunfar a costa de la aritmética, Iglesias ha sufrido una notable transformación en el semblante. Es lo que tiene emprender a su edad el viaje al fin de la centralidad. Su cara se ha afeminado, entre otros particulares. En las cejas, los arcos apuntados han amansado a arcos de herradura y al fin se le conoce sonrisa, aunque haya resultado un género criogénico de la que usaba. Exhortaba en la campaña a «llenar las urnas de sonrisas» y resultaba poco creíble ese anhelo cuando se expresaba con el rictus avinagrado de sus comienzos. De la cosmética como arma electoral, pero dicho textualmente.

Con todo, la gran maniobra de Podemos no ha sido ideológica, sino contable. La calculada ambigüedad del discurso referente a la cuestión territorial se convierte en un acaparamiento del voto de odio a España allí donde se produce: en el País Vasco ha empequeñecido a Bildu, con la que se besa los morros en Navarra, en Cataluña es la primera fuerza tras prometer un referéndum secesionista, en Galicia ha fagocitado al BNG y en Valencia concurre coaligado con Compromís, formación pancatalanista que hasta anteayer orbitaba alrededor de ERC. El sacrosanto internacionalismo de la izquierda quedó diluido en una miríada de aldeanismos.

La dulcificación del comandante de Podemos durante la campaña electoral responde a los clásicos manuales de publicidad: cree sensación, emocione, epate. Sobre todo epate, que es jerigonza propia de académicos. Conquistadas las no pocas batallas en el seno del partido –uno de los gajes del poder es que sólo llega al cabo de lacerantes luchas intestinas–, el turno era de las elecciones, del voto. De la estrategia y de la táctica. Los apenas comicios se divisaban en lontananza cuando el viaje a la centralidad ya había comenzado. ¿Quién dijo «no a la OTAN»? ¿Dónde está escrito que no hay que pagar la deuda? ¿Qué se hizo de la renta mínima universal?

Pablo Iglesias lloró en el mitin madrileño de la Caja Mágica. Sí, ha sucedido. Días después, el de reflexión, se dejó fotografiar haciendo arrumacos entre los brazos a un niño recién nacido, el hijo de su compañera Carolina Bescansa. El asalto al cielo que había augurado hace dos años se reveló como un safari al limbo pero el votante de la era digital no entiende de coherencias. Érase una vez el voto, con las perdices y su perejil: a por él. Afirmó hace unos días Iglesias que su idea consistía en «implantar un tono de mujer en la política». Aunque, todo sea dicho, flote aún la duda de si se refería al tono de la viuda de Kirchner, de santa Evita Perón o de Miss Thatcher. Definitivamente los gineceos se le han quedado pequeños, por eso no dudó incluso en citar a su abuela para pedir apoyos ni en mandar a su madre de apoderada al colegio donde ayer votó.

Ya es hora de que alguien le cuente de una vez al secretario general qué bando ideológico frenó la voces que reclamaban el sufragio femenino en la década de 1930, ahora que se pretende resucitar el maldito frentismo. Antonio Machado lo justifica por boca de «Juan de Mairena», obra que regaló tan ufano a Mariano Rajoy en su primera visita a La Moncloa. Pues si es verdad que lo ha leído, no le cundió la lectura. Lo importante era gastar un día maneras de bibliotecario, otro día de madre, otro de maestro, otro de padre de familia, otro de manifestante «radikal», otro de televidente de «Juego de tronos». En pro de la centralidad, su misión ha sido eludir aparentar quien es: un profesor de Ciencias Políticas que un día avanzó para forzar el límite de sus juegos de clase. «He ahí la realidad, he aquí la política», le diría a sus alumnos, quienes disfrutaban muchísimo cuando eran denominados destinatarios. «El pueblo, ah, el Pueblo», proclamaba el profe metido a presentador de televisión.

Precisamente el populismo era eso. Las tarimas de la universidad y los focos sirvieron como ensayo. El 15-M fue el campo donde aplicar las hipótesis sobre los movimientos antiglobalización. Para cada eslogan había un relato político, unos buenos (él) y malos (los demás) con el final feliz incluido. El doctor se había sacudido con un tembleque los cinco escaños de las elecciones europeas, tan inanes. El espacio se ensanchaba bajo la concavidad de su torso. El tiempo también era suyo, Heisenberg mediante. Tic-tac, tic-tac, decía. Era el descuento del tiempo que le quedaba para convertirse en el primer presidente español nacido en democracia.

Para asaltar el cielo, como mínimo, uno ha debido alternar con el demonio. Y al joven Pablo Iglesias aún le esperan varias Ítacas a las que ir regresando. El partido tenía un plan, el dictado era el del teórico posmarxista Ernesto Laclau, apenas un maquillaje de Lenin: todo vale para alcanzar el poder, incluso la mentira. El voto es el voto.

Iglesias tiene una legislatura para darse, al fin, a hacer política y a ver si rompe de verdad en alternativa de gobierno. El mandado queda en a cuánto gazpacho por berenjena.