Análisis

¿Quién teme a los “chalecos amarillos”?

La inquietud ante un estallido social se suma a las preocupaciones de la Moncloa en plena reedición de las tensiones en la coalición

El día que cientos de miles de franceses salieron a las calles a protestar por el incremento de los impuestos al combustible, con los chalecos de seguridad fluorescentes puestos, no podían imaginar que estaban sentando las bases de uno de los movimientos de protesta social más combativo que se recuerda. Aquel día, el 17 de noviembre de 2018, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, comenzó su particular calvario al enfrentarse a la peor crisis social y política desde que llegara al Elíseo en mayo de 2017: cada sábado de manifestación durante meses, con sus altercados y destrozos (hasta 11 personas fallecieron, hubo más de 4.000 heridos y unos 12.000 arrestos, según datos de la agencia AFP) , convirtió a los «chalecos amarillos» en una amenaza para la estabilidad no solo del ejecutivo francés sino también del equilibrio de todo el país. Algunas concesiones y tiempo después, las tensiones se fueron calmando, pero las imágenes de las algaradas han pasado ya a formar parte de la historia de Francia. Igual que ocurrió con otros movimientos de protesta social en las calles españolas: las noches en vela en el barrio del Gamonal o las semanas de indignación del 15-M. Distintos niveles de intensidad, de la queja pacífica a la algarada con más o menos dosis de violencia. Todos comparten, eso sí, la capacidad de poner en jaque a los diferentes gobiernos a los que retan.

Recuperación desigual

En la Moncloa son conscientes de la fuerza de estas espirales de contestación social, de la potencia para debilitar a un ejecutivo y de su carácter imprevisible. Por eso, crecen los temores ante la confluencia de distintas circunstancias que precipiten una cascada de protestas difícil de frenar. Los indicios se van sumando. A la cuestión más propia de la psicología social que alerta de cierta tensión larvada en una ciudadanía sometida a una pandemia prolongada y a sus restricciones, se suman los datos económicos (más objetivos) y los indicadores que contextualizan y concretan cualquier atisbo de descontento. La subida del precio de la luz y la de los carburantes se añaden a una lista que impacta de lleno en unas economías domésticas sometidas a dieciséis meses de ERTE, recortes y limitaciones, con pequeños empresarios y autónomos haciendo equilibrios para remontar las cifras más asfixiantes de la crisis.

Este escenario abre otro de los peligros que más preocupan en la Moncloa y es que la deseada recuperación económica llegue por tramos, que se produzca de manera desigual, como contradiciendo uno de los eslóganes gubernamentales más repetidos, aquello de no dejar a nadie atrás. El temor a que las mejoras tarden en llegar a determinadas capas sociales y a que la irritación se adueñe de las calles va asentándose. Un futurible difícil de asumir para un Gobierno del PSOE y del que, además, forma parte Podemos, heredero (más o menos real o más o menos idealizado) del 15-M.

Y todo esto se produce en un momento de choque entre las dos almas, si nos ponemos más poéticos, o entre los dos partidos que forman el Ejecutivo de coalición, si tiramos de pragmatismo. A los enfrentamientos directos, abiertos y explícitos de los primeros meses, en la era Pablo Iglesias, que afectaban a cuestiones centrales como la Monarquía o la relación con Cataluña, le siguió un cambio de estilo por obra, gracia y orden directa de la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz. Las diferencias se resolverían en privado, sin titulares ni aspavientos, según sus directrices. Y así ha sido desde mayo hasta las últimas semanas, en las que los decibelios han ido subiendo y los mensajes cruzados cada vez han sido menos encriptados y más evidentes entre los ministros de las dos facciones. La nueva forma ha durado apenas dos meses, mientras el fondo se mantiene: las discrepancias profundas que vienen desde el principio, desde enero de 2020, y que suponen enfrentar dos modelos económicos y sociales que cohabitan hasta un punto a partir del cual la divergencia es imposible de ocultar.

Casus belli

Cuando Iglesias era vicepresidente ya se enfrentó a la dicotomía de formar parte del Consejo de ministros y estar a la vez en la protesta contra alguna de las decisiones que su gobierno adoptaba cada martes. Un equilibrio complejo (y, a veces, imposible) que recae ahora en Díaz, que debe elevar a la máxima potencia su labor de mediadora: en el Ejecutivo, como punto de contacto directo con Pedro Sánchez, y en la negociación social con los agentes sociales y la patronal.

Una vez que las leyes de carácter más social (la ley trans y la conocida como «solo sí es sí») han pasado su trámite ejecutivo (ahora comienzan su andadura en el Congreso), la pugna en el Consejo de Ministros adquiere toda su dimensión económica con recetas opuestas en un momento clave para la recuperación. El PSOE impone sus prioridades: ni subida del salario mínimo antes de verano, ni reforma fiscal en 2022 (con el impuesto de sociedades en el punto de mira) ni la regulación de los alquileres en los términos exigidos por Podemos. Como último frente abierto, la cuestión del consumo de carne, que Sánchez zanjó de manera tajante. Tal vez recordara a los miles de ganaderos (y agricultores) que se movilizaron en toda España en enero de 2020 para protestar por la asfixia que sufrían sus negocios. La impaciencia se extiende entre los morados que ven cómo sus apuestas prioritarias se retrasan, mientras la aparente paz gubernamental se resquebraja. Y, a lo mejor, el detonante de todo, el casus belli, termina siendo un chuletón.