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Al rescate de una idea de Europa

La Razón
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La reflexión sobre Europa que podemos hacernos los españoles en estos momentos de crisis y de desconfianza ante las instituciones –las nacionales y las continentales– coincide con la solemnidad merecida de dos aniversarios: el que, hace justamente un siglo, llevó a la catástrofe inaudita de la Gran Guerra, y el que, hace setenta y cinco años, anunció en el inicio de un nuevo conflicto armado general el cierre de un periodo de desconcierto. Mientras en España un grupo de valiosos intelectuales trataba de impulsar la modernización del país en torno a un «proyecto sugestivo de vida en común», al decir de Ortega, en toda Europa se produjo el asomo al abismo que hizo peligrar el sentido último de nuestra civilización. Creo que no solemos apreciar la pavorosa magnitud de aquel proceso, cuando decenas de millones de jóvenes murieron en un holocausto que hizo perder a Europa la primacía de su lugar en el mundo, y que nos dejó sin la obra probable de tantos hombres y mujeres sacrificados en el altar de la exasperación nacionalista y en la sangrante liturgia de las ilusiones absolutas de redención, en manos del fascismo o del estalinismo.

Cualquier idea que podamos hacernos de Europa tiene que ir en busca de aquel tiempo perdido, devastado y devastador. Porque la Europa que trató de ponerse en pie de nuevo tras el desastre no fue la de los meros acuerdos comerciales –aunque por algún lugar debía empezarse, cuando se trataba de la simple tarea de alzar un mundo material en ruinas–, sino la que trataba de encontrar su significado cultural. Las dos guerras mundiales amenazaban con mucho más que con la destrucción física del continente. Nos arriesgábamos a abandonar a nuestras espaldas, yaciendo en un pasado irrecuperable, los edificios morales de una civilización lentamente edificada, construida sobre el pensamiento clásico, la cultura cristiana, el humanismo renacentista, el racionalismo ilustrado, y las revoluciones liberales y democráticas que modernizaron tal herencia. Los llamamientos que empezaron a realizarse hace algo más de sesenta años iban en esa dirección. Los dirigentes políticos y los intelectuales europeos que comenzaron a rescatar de un paisaje en escombros la idea de Europa se empeñaron precisamente en esa tarea. Porque, si grave había sido haber renunciado a tal genealogía en los años que se iniciaron con la Gran Guerra, peor podía resultar que una falsa idea del progreso nos llevara por el camino que Walter Benjamin denunció en su célebre comentario a un cuadro de Klee: seguir avanzando, empujados por una inconsciente dejadez, sin tener en cuenta las advertencias de una tragedia cuyo sentido preferimos olvidar.

Europa se nos presenta ahora no sólo como un futuro a construir, sino como una tradición a actualizar. De hecho, no entiendo que en el curso verdadero de la historia sea posible hacer las cosas de otro modo. Y nuestro resuelto avance hacia un europeísmo integral sólo puede izarse sobre la experiencia atroz de su destrucción entre 1914 y 1945, y sobre la esperanza con que quiso procederse a una restauración de valores identificativos, de sentido de civilización, de conciencia cultural que consideramos las razones obvias de esta inmensa comunidad de ciudadanos. La Europa fuerte lo es, en primer lugar, en esa idea de sí misma que fabricamos entre todos, y que no puede reducirse a una trama de intereses mercantiles. Tiene que proporcionar, en momentos en que la crisis puede hacernos pensar sólo en las variables de un ajuste presupuestario, en la ilusión con que Europa fue definida por los defensores de un determinado espíritu, de una determinada manera de entender la dignidad del individuo, la libertad política y el gobierno representativo, los derechos sociales y la limitación del poder, la recompensa del esfuerzo y el estímulo de la crítica, la estimación de la cultura y la apreciación de la ciencia. Un hombre que vivió lo más hondo de la tragedia europea en la primera mitad del siglo, y que renunció a vivir en un mundo en el que esa civilización podía ser vencida por la barbarie, Stefan Zweig, debe ser recordado ahora con especial atención. A su severo juicio sobre una actitud desatenta de las elites europeas, que olvidaron la forma en que las naciones podían alimentar una línea de alta tensión cultural que a todos nos iluminara, podemos sumar la esperanza de quienes llegaron tras la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial. Una expectativa sin ingenuidad, pero también sin desaliento, en la que la pérdida de una posición en el mundo, posiblemente irreparable por el costo de la guerra, habría de encontrar su mejor compensación y su exigente tarea en volver a encontrar una idea de Europa que volviera a hacer de cada una de sus naciones las piezas inseparables de una sola civilización, los lugares donde una idea del ser humano y de la sociedad no han sido todavía superados.

* Profesor de Historia Contemporánea Universidad Autónoma de Barcelona