El desafío independentista

Cuando a los fanáticos les oprime la faja

Ahora que los secesionistas han quebrantado el único terreno común que teníamos los catalanes diversos, al saltarse la democracia y no importarles ponernos fuera de la Unión Europea, ¿qué nos queda?

Cuando a los fanáticos les oprime la faja
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Ahora que los secesionistas han quebrantado el único terreno común que teníamos los catalanes diversos, al saltarse la democracia y no importarles ponernos fuera de la Unión Europea, ¿qué nos queda?

Más de la mitad de los catalanes estamos cansados ya de oír ese discurso falaz del estado opresor y todo ese blablablá. Por supuesto, sabemos que los próximos meses vamos a tener que seguir escuchándolo constantemente en las manifestaciones de los independentistas quienes, a falta de más y mejores argumentos, insistirán en ese delirio apocalíptico. Pero ni nos extraña ni nos fatiga un gramo más de lo que lo ha hecho hasta la fecha, porque se lo hemos estado oyendo en las tres últimas décadas y nunca nos ha hecho agujero. Son argumentos ya envejecidos y faltos de credibilidad.

En este país, afortunadamente desde hace ya muchos años, nadie va a prisión por sus ideas sino por sus actos. Si los catalanistas fueran detenidos aquí por sus ideas, lo habrían sido ya hace muchos años, cuando Pujol decía que hoy paciencia y mañana independencia. Y ha sucedido todo lo contrario: han podido desarrollar tranquilamente toda su vida política en libertad y únicamente cuando han robado o vulnerado la ley han sido detenidos a la espera de la subsiguiente investigación y juicio.

Cuando una parte de nuestros paisanos empieza con la habitual llorada de que se sienten oprimidos, miramos a nuestro alrededor y la realidad objetiva nos hace suponer que, como no sea que les oprima la faja, no sabemos de qué pueden quejarse. Para fundamentar la falacia de la opresión, se nos quiere hacer creer que los consejeros detenidos lo están solo por haber intentado que la gente vote, cuando en realidad los están por haber intentado, con métodos ilegales, desposeer a la mitad de los catalanes de sus derechos fundamentales y eso, puesto que lo retransmitieron por televisión, va a ser muy difícil de negar.

Por tanto, todos aquellos catalanes que nos enteramos con pasmo el 6 de septiembre cómo se le prohibía el uso de la palabra al letrado mayor del Parlament, y de qué manera se le negaba a la oposición el derecho a enmiendas y a debatir en el hemiciclo, no vemos al Estado como un opresor, sino como un defensor. La sensación es que una ideología supremacista nos quería quitar la democracia en la región y que el Estado ha venido por suerte a salvaguardar la libertad y la Ley. Unos políticos torpes querían dejarnos sin libertad y, por su propia ineptitud, la han perdido ellos.

De hecho, lo más preocupante de la situación no es si los Jordis tienen tabaco o pasodobles en sus celdas, ni si el ridículo exhibicionismo narcisista de Puigdemont va a propiciar otra portada de «Charlie Hebdo» riéndose de los catalanes, sino precisamente la división de criterios morales en la sociedad de nuestra región. Lo que unos quieren ciegamente interpretar tan solo como persecución, para otros es necesaria justicia. No se me puede ocurrir visiones más dispares.

Crear puntos de contacto entre esas dos visiones políticas tan opuestas va a ser una tarea necesaria (pero complicadísima) en los próximos meses. Hasta la fecha, los catalanistas siempre intentaban connotar al Estado español como un ente opresor y daban a entender que quizá estaríamos mejor separados de él, pero esas ideas las desarrollaban dentro de las reglas democráticas y de la Unión Europea. O sea, que al menos había dos mínimos denominadores comunes entre ambas visiones: democracia y europeismo.

Cuando, en los últimos meses, empezamos a oírle hablar a Junqueras de democracia y voluntad del pueblo que debía estar por encima de la ley (y otros bonitos motivos de Carl Schmitt que no oíamos en Europa desde la época de los nazis) ya nos temimos lo peor. Ahora, que los secesionistas han quebrantado el único terreno común que teníamos los catalanes diversos, al saltarse la democracia y no importarles ponernos fuera de la unión europea, ¿qué nos queda?, ¿desde qué mínimo denominador común podemos abordar el diálogo con el catalanismo fanático?

Puestas así las cosas, una grandísima parte de los catalanes no discutiremos que una juez discreta los haya puesto en su sitio. Seguiremos yendo a nuestro puesto de trabajo, comprobando que todo marcha igual con o sin gobierno regional. Usaremos toda nuestra paciencia y resignación más democráticas cuando gran parte de nuestros paisanos salgan repetidamente a hacer mítines en la calle (¿por qué no podrían hacerlos en casa?), para asegurar que el Estado les tiene manía y que estamos en el franquismo. Como el resto vivimos en el siglo veintiuno, les pediremos tan solo que no salgan con velas, más que nada para que todo el colectivo motociclista no se vaya a convertir de golpe en anticatalanista e instale cañones en sus máquinas. Pero, por encima de todo, lo que nos preguntaremos pensando en el futuro es: ¿Cómo hacer ver con el diálogo a tantos de nuestros paisanos cuánto hay de infantilismo victimista y de fanática manipulación en lo que proponen?