Cataluña
Dos partidos fuertes
Con ocasión de la muerte de Adolfo Suárez hubo un clamor nacional que reconoció las virtudes de la Transición y la fecundidad de un periodo de nuestra vida nacional, que dura ya más de 35 años, en el que los españoles, superando los viejos litigios históricos, hemos sabido convivir, ejercer nuestras libertades, modernizar nuestro país, incorporarlo a su espacio natural, que es Europa y el mundo occidental, y ensanchar el bienestar como nunca había ocurrido entre nosotros.
Los artífices de la Constitución –y en este punto sí que acertaron– dotaron al sistema político de unas reglas que propiciaran la estabilidad y la alternancia. Son las virtudes indispensables para que un sistema democrático funcione y pueda cumplir los objetivos que demanda la sociedad. En los 37 años de vida democrática, las legislaturas han agotado prácticamente sus plazos, se han sucedido tan sólo seis presidentes del gobierno (más de seis años por presidente como media) y se ha producido una saludable alternancia (16 años de gobiernos de centro-derecha y 21 de la izquierda socialista). Son parámetros difícilmente superables en cualquier democracia moderna. ¿No son éstos logros de los que nos deberíamos sentir satisfechos? La existencia de fuertes partidos nacionales, vertebradores de la realidad política nacional, resulta más necesaria en sistemas muy descentralizados. Sin tal condición, España correría el riesgo de convertirse en un auténtico reino de taifas.
Nuestra democracia nació con aquella «sopa de letras» de las primeras elecciones. Una inteligente ley electoral pudo encauzar el pluralismo propio de una sociedad democrática en torno a agrupaciones amplias, que fueran la expresión política de las grandes corrientes históricas de nuestra época. La democracia española necesitaba grandes partidos nacionales, capaces de integrar y modernizar las tradiciones culturales de la derecha y de la izquierda.
La histórica victoria de Felipe González en 1982, producto en buena medida de la descomposición de UCD, facilitó la consolidación de un fuerte partido socialdemócrata a la altura de una democracia occidental. Su liderazgo contribuyó decisivamente a la modernización de nuestra democracia. El Partido Socialista supo consolidar una amplia base social, ya no de carácter clasista, extendida por toda la geografía nacional, incluida su portentosa penetración en Cataluña, el mayor baluarte frente a cualquier pretensión secesionista.
Al centro- derecha español le costó más tiempo y tuvo que superar más dificultades para configurar una expresión política integradora de sus tradiciones culturales y, al mismo tiempo, abierta a los cambios de una sociedad en profundo dinamismo. Fue la gran obra de José María Aznar, que culminó con tenacidad y lucidez en la primera mitad de los noventa. El partido popular logró elaborar una plataforma ideológica, con principios reconocibles, capaz de conectar con las aspiraciones de amplios sectores de las crecientes clases medias.
El bipartidismo constituye un patrimonio precioso de nuestra democracia, cuyo debilitamiento pone en riesgo al sistema político mismo de la Constitución de 1978. Los síntomas de fragmentación, alimentada por la desnaturalización de las elecciones europeas, son una grave llamada de atención a los dos grandes partidos nacionales. La recuperación de la confianza deteriorada exige cambios y decisiones de envergadura. El interés general de la nación lo reclama. Ésta es la reflexión que deben hacer los dirigentes de ambas formaciones políticas. Su responsabilidad es ahora inmensa.
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