35 años de la Constitución
El pacto constitucional, un milagro trabajado
El «espíritu del 78» fue posible por un sutil juego de equilibrios
El pacto constitucional, que ahora algunos pretenden irresponsablemente romper, fue posible por una conjunción de varias circunstancias favorables. A la muerte de Franco, la liberalización de la economía llevada a cabo años antes por los tecnócratas del régimen había ensanchado considerablemente la base de las clases medias, los españoles del Seiscientos, que no estaban para aventuras revolucionarias. La opinión pública exigía a las nuevas clases dirigentes moderación. La memoria colectiva de los estragos de la Guerra Civil aún estaba viva. El afán de libertad y de democracia se conjugaba con el deseo de paz y de normalidad. Como quedó de manifiesto en las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de 1977, prevaleció la tendencia centrista –los votantes se inclinaron claramente por el centroderecha y por el centro-izquierda– sin regresos al pasado. Santiago Carrillo no tuvo más remedio, para adquirir carta de ciudadanía política en la nueva situación, que renunciar a las señas de identidad anteriores y, en aras de la reconciliación, aceptar la Corona, la bandera y el sistema capitalista, aunque fuera con algunos correctivos. Lo mismo hizo Felipe González, que además para alcanzar el poder se dio cuenta, con gran desgarro en sus propias filas, de que debía renunciar al marxismo y colocar en la trastera de la Casa del Pueblo el retrato barbudo de don Carlos Marx. Parecido ejercicio de realismo llevaron a cabo los llamados reformistas del régimen, que cargaron responsablemente con el peso de la operación, y los nacionalistas de la periferia. Todos se vieron obligados a ceder por sentido de la responsabilidad. La excepción más dolorosa fue el PNV, que con su abstención a la hora de votar la Constitución fue la única fuerza importante que no cedió en aras del consenso.
Otra circunstancia decisiva fue el papel relevante de un puñado de dirigentes. No hay hazaña histórica sin protagonistas. Por eso ahora los europeos echamos sobre todo en falta líderes con ideas claras, lo que conduce a la actual decadencia europea. En todo el histórico proceso que condujo a España a la democracia destacan con claridad cuatro personajes. En primer lugar, el Rey Juan Carlos I, que llegó con la lección de su padre bien aprendida. Tenía que renunciar a los poderes heredados y ser rey de todos los españoles con la implantación de una Monarquía parlamentaria, sin exclusiones. El que se encargó de llevar a cabo la delicada operación fue Adolfo Suárez, muñidor principal del consenso. Suárez había vivido de cerca en su propia casa la dolorosa división de las dos Españas, y pugnó desde el primer día por la reeconciliación nacional. Fue un estadista hábil y de buena fe, que fracasó como hombre de partido. Otros dos personajes clave, cada uno en su campo, que contribuyeron lo suyo a la concordia nacional, porque habían visto de cerca el drama de la guerra, fueron el general Gutiérrez Mellado, que encauzó a los militares no sin padecer incomprensiones y zarpazos en los cuarteles, y el cardenal Enrique y Tarancón, que aceptó gustoso la pérdida de la confesionalidad católica, que comió en secreto con Felipe y con Carrillo en un convento de monjas y que se propuso que la religión no volviera a ser nunca más motivo de conflicto civil entre los españoles. Tanto el joven líder socialista, que arrastró tras sí a la corriente principal de la oposición de izquierdas, cediendo paso a paso los puntos más conflictivos de su programa máximo, como el viejo zorro comunista, que había visto las orejas al lobo –sobre todo este último– ayudaron considerablemente al consenso, entre cigarro y cigarro en La Moncloa. Los Pactos de la Moncloa –creo que fui yo el primero que los llamé así– fueron firmados a regañadientes por Felipe González y con entusiasmo por Santiago Carrillo. Al final, significaron una base firme y un buen test para el pacto constitucional. En la elaboración de la Constitución se trabajó a destajo. Horas y horas de conversaciones, acuerdos de madrugada sobre los manteles -en esto se llevaron la palma Fernando Abril y Alfonso Guerra–, hasta el punto de que alguien escribió: «De grandes cenas están las Constituciones llenas»... La mayor parte de los artículos se consensuaron fuera del Parlamento.
Pero hubo dos circunstancias inquietantes, que se retroalimentaban y que paradójicamente ayudaron al entendimiento sin pretenderlo: el terrorismo y el golpismo. Nos desper-tábamos cada día con un sobresalto. Disparaban desde todas las esquinas; pero fueron los persistentes crímenes de ETA, que se intensificaron a medida que avanzaba el acuerdo constitucional, los que revolvían y soliviantaban a los cuarteles, donde pervivía la herencia del franquismo. Sin la autoridad del Rey Juan Carlos el malestar de los militares habría sido incontenible. Lo que quedaba claro es que no estaba el clima para procesos revolucionarios ni para repliegues al pasado. Así que lo mejor era la reconciliación y el entendimiento cediendo todos un poco y saliendo así adelante cogidos de la mano. Y así se llegó, dadas las circunstancias, a la mejor Constitución de las posibles, a un sutil juego de equilibrios, que el pueblo ratificó con alegría en el referéndum del 6 de diciembre. Como se ve, fue un milagro muy trabajado.
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