Primer mensaje de Navidad de Felipe VI
El Rey orador
Felipe VI ha seguido un programa de entrenamiento para mejorar sus intervenciones
Quien esto escribe tenía apenas tres meses de vida cuando el actual Rey de España pronunció su primer discurso oficial. Corría el 3 de octubre de 1981 y en la gala de los Premios Príncipe de Asturias, el entonces joven heredero de la Corona, de voz suave y aflautada, agarraba firme los papeles para iniciar un discurso breve, de apenas 90 segundos, que enmarcaría su ulterior recorrido como orador de tablas y maneras reales. La anécdota de aquella ceremonia estuvo en la cantidad de ocasiones que el Rey Juan Carlos se dirigía a su hijo para asegurarse de que iba a leer el discurso tal y como se había trabajado y planificado. La manera en la que tranquilizaba el entonces Príncipe a su padre ya denotaba dotes para la escena pública.
La mejora del Monarca español en su oratoria es evidente. Sigue leyendo sus discursos, pero es que esto no es algo negativo per se. La clave de un buen discurso no es la presencia o ausencia de papeles, aunque el sometimiento excesivo a éstos pueda acabar esclavizando al orador. Lo relevante es otorgarle el ritmo adecuado, la velocidad precisa, la aceleración adecuada para que los mensajes lleguen puntuales y con efecto al oyente, para que éste calibre su impacto y asuma su contenido. De igual forma, la entonación, fundamental en el pentagrama del discurso, diferencia al orador convincente del monologuista sin chispa. La música, en el discurso público, siempre determina la letra. Felipe VI ha seguido, consciente de estos puntos a considerar, un meticuloso programa de entrenamiento en oratoria pública para mejorar sus intervenciones, alejar tics que le trababan en demasía (su balbuceante «principado» de su primer discurso lo repitió varias veces en su trayectoria) y entender la importancia de ciertos gestos y ademanes, esos con los que el mensaje reviste de alma su guardarropa emocional. De la carencia a la cadencia, del discurso de subordinadas al discurso telegrama, con frases inmortales y breves, creadas para el recuerdo, fabricadas para ser aplaudidas y validadas.
Lo demostró en su coronación, el pasado junio, cuando, en una ceremonia con más beatos que boato, solemne y frugal, habló de la renovación de una institución anclada en los cimientos de la nación: «La Corona debe buscar la cercanía con los ciudadanos». Entendió la demanda de una España que ya no quiere ni respeta la vieja política. Pero que aún soporta y aviva los rescoldos de una Monarquía de autolavado necesario. Propio de un tiempo nuevo, de un Rey nuevo. Felipe VI decidió coronar aquel solemne y sobrio acto de su coronación con un discurso breve, centrado, con mensajes trazados para marcar distancia, con el simbolismo metafórico de «un rey constitucional». Tres mil palabras que buscaban la legitimidad de un pueblo defraudado. Un discurso laico, de menor pompa retórica y enjundia metafórica que otros pero más contundente en ideas y fondo, cercano en el recuerdo a sus progenitores, firme en la defensa de esa España unida y diversa «en la que cabemos todos» y coherente en su disposición a escuchar y comprender a todos los ciudadanos.
Fue su discurso más importante desde la perspectiva institucional consciente de que millones de ojos y voluntades estaban depositando ese día la confianza en él. Aquel 20 de junio, el pueblo español volvió a creer en una institución que un día olvidó el lugar que ocupaba.
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