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Rivera plantea suprimir el CGPJ y votar «a la alemana»

Presenta una batería de medidas que incluye acabar con el Senado y las diputaciones

Albert Rivera en el acto de precampaña en Cádiz
Albert Rivera en el acto de precampaña en Cádizlarazon

Cada una de las medidas de la batería, podría afirmarse que revolucionaria, que Albert Rivera presentó ayer en el Palacio de Congresos de Cádiz merecería por sí sola un análisis pormenorizado. Su mera mención es apabullante: supresión del CGPJ, de las diputaciones, del Senado, derogación de la disposición transitoria que prevé la hipotética integración de Navarra en el País Vasco, revisión de los cupos fiscales de estos dos territorios, sellado de la fuga de competencias a las comunidades, reforma de la ley electoral para crear un sistema mixto con listas nacionales y distritos unipersonales «a la alemana», obligación de garantizar presupuestariamente las propuestas electorales... Nunca, ni siquiera el PSOE en vísperas del arrollador triunfo de Felipe González en 1982, una fuerza política ha enarbolado en España la bandera del «cambio» con tanta legitimidad como ahora lo hace Ciudadanos.

Sin embargo, los más de mil presentes (otros quinientos siguieron la retransmisión desde un patio anexo) en el acto con el que ayer Rivera arrancó su campaña electoral salieron de allí presos de un entusiasmo generado por algo mucho más poderoso que cualquiera de las relatadas, e imprescindibles, medidas para la regeneración democrática. La gente se fue para casa toreando, como cuando Pepe Luis Vázquez ponía bocabajo a La Maestranza, porque había asistido a una epifanía: la de un líder que recogía el testigo, primero a través de un vídeo y después de palabra, de «los tres grandes proyectos modernizadores de la España contemporánea, cada uno con sus luces y sus sombras: la UCD de Suárez, el PSOE de Felipe y el PP de Aznar». El presidente de Ciudadanos, que ya no esconde su propósito de ganar las elecciones, se presentó frente a los ajados representantes de la partitocracia como el nuevo portador de la llama del carisma, esa cosa.

Tanto el discurso de Rivera como la puesta en escena, casi una hora sin papeles ni atril, estuvieron trufados de simbolismo. La elección de Cádiz, último bastión nacional durante la Guerra de la Independencia, homenajeaba a los patriotas que resistieron con heroísmo al gabacho pero también, en tanto que cuna del constitucionalismo, a los afrancesados de cuya mano entraron las ideas liberales plasmadas en el texto de 1812. «Vamos a acabar con la división entre rojos y azules», insistía el candidato, quien quizás quería mostrarse como el heredero de un Jovellanos encarcelado o de esa España tercerista que marchó al exilio en los primeros compases de la Guerra Civil. «No queremos quitar al que gobierna para mandar nosotros, sino cambiar las cosas para que los españoles puedan volver a confiar en sus instituciones y se sientan otra vez orgullosos de su país», repetía.

El barniz ético con el que Albert Rivera adorna cada una de sus propuestas conduce inexorablemente a la separación de poderes, gran asignatura pendiente del régimen constitucional de 1978. El líder de Ciudadanos citó la malhadada sentencia de Alfonso Guerra, «Montesquieu ha muerto», para lamentar que «PSOE y PP van cada año a llevar flores a la tumba del pobre Montesquieu, no vaya a ser que se levante». Virgen de responsabilidades de gobierno, aún puede permitirse el lujo de predicar la tolerancia cero con la corrupción sin perder credibilidad, lo que le concede una ventaja estratégica apreciable con respecto a sus rivales socialista y popular, siempre equiparados bajo la etiqueta despectiva del bipartidismo. «Somos la fuerza que genera ilusión entre los muchos españoles que desean un cambio, aunque es verdad que damos un poco de miedo a quienes quieren que todo siga igual». La tercera vía se hizo carne y habitó entre nosotros.

«Que Kichi se lleva las flores»

Albert Rivera no quiso marcharse de Cádiz sin hacer una ofrenda floral al monumento erigido en el primer centenario de La Pepa, en la emblemática Plaza de España. Acompañado por un puñado de dirigentes, el líder de Ciudadanos depositó un sencillo ramo orlado en rojigualda justo en la base del conjunto alegórico que representa el texto constitucional de 1812, así como la resistencia de los gaditanos durante la Guerra de la Independencia. Una pequeña reja rodea el recinto, al que se accede a través de una portezuela con pestillo. Cuando Rivera salía, una voz surgió conminatoria del pequeño grupo de curiosos que contemplaba la escena: «Cierra bien la cancelita, quillo, que Kichi es capaz de llevarse las flores». La diferencia entre la gracia y la guasa es que la segunda encierra una dosis de retranca dañina.