Barcelona

Joaquim Nadal i Ferreras: Un veterano que no puede ser optimista

Joaquim Nadal i Ferreras: Un veterano que no puede ser optimista
Joaquim Nadal i Ferreras: Un veterano que no puede ser optimistalarazon

Cree que se han perdido «las formas de convivencia» y que sólo hay algo más imposible que la independencia de Cataluña: una España federal.

Ha vuelto a dar clases de Historia en la Universidad de Gerona, donde tenía su plaza de profesor. No se prodiga en declaraciones y cuando las hace es muy prudente, intentando no echar más leña al fuego. Atendió a LA RAZÓN entre viaje y viaje de AVE entre Barcelona y Girona. Los que le conocen siempre lo recuerdan como un «hombre de consenso, que busca la calle de en medio». Abandonó el PSC en 2015. Un día antes de las elecciones del 27-S. Lo hizo con discreción enviando una carta a Miquel Iceta. Sus discrepancias sobre el hecho nacional y el derecho a decidir, se le hicieron imposibles para seguir en el que ha sido el partido de su vida.

No añora la política en absoluto «es un gran confort haberlo dejado, y tal y como han ido las cosas desde que lo dejé, es una tranquilidad». A pesar de esta posición de comodidad, escribe y opina «aunque no siempre como algunos quieren que lo haga». Se siente interpelado, sobre todo, por «el sector soberanista que me acusa de tibio», seguramente porque desde este mundo se pensaba que Nadal sería un gran acicate contra los socialistas catalanes. No ha sido así. Agradece a sus antiguos compañeros que «no se metan conmigo», y añade, con cierta contundencia, «mi salida del PSC fue muy tranquila y siempre he intentado no tomar una posición pública que pudiera significar una rápida salida hacia otro cobijo». No da nombres, pero es imposible no pensar en Marina Geli, hoy candidata en la lista de Junts per Catalunya y antes en Junts pel Sí.

Nadal es un hombre político y la política le corre por las venas. Fue alcalde de Gerona, la ciudad que le vio nacer en 1948, desde 1979 a 2002, y en plena crisis socialista en 1994 asumió enfrentarse con Pujol y salvó los muebles. No opina sobre Puigdemont como su sucesor, ni sobre lo que califica como «su peripecia actual», aunque le afea la forma de llevar adelante su sucesión en el consistorio, que fue todo un vodevil, y su utilización de los ayuntamientos porque ha puesto en juego su estabilidad porque «se ha engordado el municipalismo declarativo frente al municipalismo resolutivo. Priman las banderas y los manifiestos, frente a la gestión».

Su vocación de gestor –estuvo en los gobiernos de Maragall y de Montilla, desde donde impulsó la Ley de Barrios que permitió la rehabilitación de los núcleos urbanos de un sinfín de poblaciones que estaban condenados al ostracismo infinito– le lleva a ser muy crítico «se ha instalado un miedo cósmico a tomar decisiones» porque es cierto que «hay un problema de fondo que afecta al modelo territorial, al encaje de Cataluña con el resto de España, pero también de gobernabilidad. Es clamorosa la sensación de que perdemos peso porque cuesta tomar decisiones. Los grandes proyectos de país se resumen en uno y se abandonan todos los otros».

No es optimista. Más bien pesimista «vivimos en un bucle, en un día de la marmota constante, donde lo peor que puede pasar es que tras el 21-D volvamos a estar bastante igual que el 27-S, se volverá a mover la línea del horizonte y volveremos a estar empantanados un año más». Piensa que la sociedad catalana se divide entre «la razón y el estómago» y «se han perdido las formas de convivencia». Presentó el libro de Miquel Iceta, en un entorno de cortesía y afecto entre ambos, pero es escéptico sobre la reforma federal de la Constitución «sólo hay una cosa más imposible que la independencia de Cataluña, que es imposible, que es una España federal». Su alejamiento de la política no le ha restado lucidez en sus planteamientos. Es ácido, sincero y, sobre todo «genio y figura».