Política

Proclamación de Felipe VI

Los retos de la España de Felipe VI

Los retos de la España de Felipe VI
Los retos de la España de Felipe VIlarazon

El nuevo Rey tiene por delante la apasionante e histórica tarea de impulsar un nuevo periodo en la historia de España y afrontar los retos de una sociedad moderna, exigente y multiforme. Artículos de Pilar Ferrer, Iñaki Zaragüeta y Graciano Palomo.

El nuevo Rey tiene por delante la apasionante e histórica tarea de impulsar un nuevo periodo en la historia de España y afrontar los retos de una sociedad moderna, exigente y multiforme. El nacionalismo, la estabilidad económica, la buena salud de la Monarquía o la imagen exterior de España son algunos de los desafíos más importantes

No se explica qué es ser español

Para los extranjeros, España constituye una unidad evidente. Es cierto que ha ido calando la idea de un país con problemas de articulación interna, pero todavía prevalece la imagen de un país con una fuerte personalidad propia, cultural y social. Prácticamente todo el mundo conoce algunos de los rasgos de lo español, que identifica sin la menor dificultad. No ocurre lo mismo desde la perspectiva española. Es cierto que España, con una democracia liberal consolidada, una economía rica y dinámica, una extraordinaria continuidad histórica y algunas aportaciones fundamentales a la humanidad, ya no aparece como algo problemático, como ocurrió durante mucho tiempo. No por eso el concepto mismo de España resulta sencillo de explicar ni de exponer. No está claro lo que quiere decir ser español. Y no porque vivamos en un mundo cada vez más global, sino porque no se hace el esfuerzo de explicar, difundir y aclarar cuáles son los rasgos que definen nuestra dimensión de españoles. España es un conjunto evidente de costumbres y de tradiciones, pero la comunidad política española carece de contenidos que la hagan inteligible. Existen, claro está: la Monarquía, Europa, el liberalismo, la diversidad, la globalidad. En su mayor parte, sin embargo, se mantienen sin desarrollar y a veces sin formular. Después de cuarenta años de democracia liberal, España da la impresión de ser un país en eterno proceso de construcción nacional.

Aprender a vivir sin subvenciones

Se suelen echar de menos los años en los que el dinero público subvencionaba toda clase de actividades con un caracter más o menos cultural, desde los conciertos y las exposiciones en los museos nacionales hasta las fiestas rave o la práctica del botellón. Ese tiempo ha pasado ya, y de todo aquello queda la sensación de que la cultura es un producto que debe estar al alcance de todos sin coste alguno. Acoplada con las facilidades que ofrecen las nuevas tecnologías, el resultado es un país donde se respetan poco o muy poco los derechos de propiedad intelectual. Por otro lado, la facilidad con la que se distribuía el dinero público años atrás llevaba aparejada una idea de la cultura según la cual ésta es la última legitimación del poder político. El resultado es un poco ambiguo. España es un país que presta gran atención y esfuerzo a la tanto a la conservación como a la difusión de su patrimonio cultural, pero que en otros campos la tiene casi abandonada. Entre algunas de las grandes expresiones de lo español y su potencial público actual existe un abismo que los separa y que muchas veces han ocupado los beneficiarios –hipercríticos y con vocación minoritaria– de las subvenciones hoy en retirada.

Un país más relevante de lo que refleja su economía

Tras el paréntesis de la dictadura, España volvió a incorporarse con bastante naturalidad a la política internacional, en particular en la Unión Europea, la OTAN y Latinoamérica. Hoy, España es una potencia media con una posición sorprendente. Tiene más relevancia de lo que su economía y su inversión en Defensa dejarían prever, y al mismo tiempo tiene menos relevancia de lo que se esperaría de nosotros si se tiene en cuenta la dimensión cultural de nuestro país y su extraordinaria posición en la esfera –siempre complicada, es cierto– de la geoestrategia: en el cruce exacto de la dimensión europea, la atlántica y la mediterránea y norteafricana. La Corona ha jugado un papel fundamental en esta proyección. Aunque un poco incómoda, no es una situación del todo desfavorable, y permite a los españoles tener acceso a muchas oportunidades sin tener que pagar siempre el precio que otros países, con políticas exteriores más aparatosas. Esto no es sostenible en todos los terrenos, y España ha tomado la iniciativa en terrenos como el de la lengua (Instituto Cervantes) y la exportación, con grandes éxitos. Las oportunidades perdidas en los últimos tiempos, como los Juegos Olímpicos y Eurovegas, señalan los límites de esta situación. La posibilidad de asumir mayores responsabilidades, y un papel más dinámico en la escena internacional, viene determinado, en buena parte, por las dificultades internas.

La cultura de la solidaridad y el reto de preservar el futuro

Aunque llegamos tarde al Estado del Bienestar, hoy tenemos uno de los mejores del mundo, con servicios de primera fila en Sanidad, pensiones, previsión y Educación. Le ocurre, claro está, lo mismo que a todos los Estados de bienestar creados en la segunda mitad del siglo XX: no pueden responder a los cambios sociales (aumento de la esperanza de vida, particularmente espectacular en nuestro país, o tendencia a la caída demográfica) ni a las nuevas formas de vida, infinitamente más diversas de todo aquello para lo que el Estado de Bienestar estaba diseñado. En otras palabras: el sistema de seguros no cubre todos los riesgos. Aun así, la política de contención y de austeridad ha permitido preservarlo prácticamente intacto desde 2011, a costa, eso sí, del crecimiento de la deuda. También existe una cultura amplia y profunda de la solidaridad, del altruismo y de la responsabilidad personal: los españoles no siempre esperan el amparo del Estado y tienen una cultura ajena a lo estatal. Sin embargo, la capacidad de establecer consensos para introducir reformas es muy limitada, y, como en los demás países, los gobernantes y responsables públicos están sometidos a demandas contradictorias: más contención, pero también más servicios. Con el de la nación y el del crecimiento económico, éste es el gran problema de todas las democracias liberales. Cuando hablamos de descrédito de las instituciones y de los gobernantes, nos referimos muy específicamente a estos asuntos.

España, un ejemplo de tolerancia y pluralismo

Así como el Estado de Bienestar llegó tarde, también la sociedad española llegó un poco más tarde que el resto de las europeas a la explosión de los derechos y las libertades que empezó en los años sesenta y setenta. Ahora bien, también aquí España se ha colocado a la cabeza en poco tiempo. Pocas sociedades como la española han dado un ejemplo tan extraordinario de tolerancia, pluralismo y voluntad de diálogo (y no estamos hablando de abstracciones, sino de la disposición moral de los españoles, individualmente tomados). Lo mismo ha ocurrido con la monumental ola de inmigración que desde 1996 ha sacudido un país hasta entonces muy homogéneo. Se podía prever lo peor, y ha habido muy escasos problemas. La crisis permite señalar que no todo se debe a la prosperidad. En contra de los tópicos que se han vertido desde hace más de un siglo, la sociedad española posee una vertebración extraordinaria, que hace posible la estabilidad pero también el respeto a las minorías y la incorporación de actitudes y formas de vida muy diversas. Este tesoro está amenazado por la politización y por la intransigencia propia de los nacionalismos.

Un país consistente a pesar de la crisis

Después de dos recesiones económicas y con una crisis que arrastramos desde 2007 o 2008, España ha dejado atrás los indicadores negativos. Ha habido un Gobierno dispuesto a hacer reformas, desde el recorte en el gasto público hasta los cambios introducidos en el mercado laboral. También ha habido una opinión pública dispuesta a respaldarlas, en las elecciones de 2011 y luego no participando en la multitud de intentos de ocupar las calles e interrumpir la actividad que se han sucedido desde entonces. España ha demostrado ser una sociedad madura, seria, con voluntad de asumir responsabilidades y proceder a los cambios necesarios. Las instituciones funcionan bien y los españoles respetan, en general, sus compromisos con los demás y con el Estado. La salida de la segunda recesión demuestra la consistencia y la solidez de la sociedad española, muy lejos de las acusaciones tópicas –contradictorias, por otro lado– de individualismo y gregarismo. Es una buena base para abordar lo que viene, que es un largo periodo en el que será necesario continuar con las reformas, con la contención del Estado, con la introducción de medidas de flexibilidad y autonomía. La economía española, tan abierta, tan sensible a todo lo que ocurre fuera, no tiene otra alternativa. Y los años que vienen dirán si basta con un crecimiento tan moderado como aquel que parece estar en marcha.

La Transición cerró, con retraso, la crisis nacional y política que nuestro país sufrió, exactamente como el resto de los países europeos, a principios del siglo XX. La prolongación de un régimen excepcional como fue la dictadura de Franco, y la perpetuación de ciertos giros y ciertos tics han permitido que sobrevivan algunas percepciones erróneas y distorsionadoras de nuestra historia. Se traducen en una mentalidad de margen, de excepcionalidad, de escaso aprecio de lo propio. Por otra parte, la Transición no podía cerrar todas las heridas. Ha seguido prevaleciendo una comprensión de la historia poco favorable al pluralismo y con consecuencias políticas directamente relacionadas con la escasa consistencia de la idea de comunidad política española. La mayoría de los españoles mira al futuro, pero una parte relevante sigue empeñada en hurgar en un pasado que, por otra parte, ha resultado altamente rentable.

¿Estarán las élites a la altura de las circunstancias?

Tan monárquicos que ni siquiera nos damos cuenta de que lo somos

Los españoles son tan monárquicos que ni siquiera se dan cuenta de que lo son, como no nos damos cuenta de que respiramos. La institución de la Corona es indiscernible de la existencia de la nación, hasta tal punto que los españoles se permiten con mucha frecuencia declararse no monárquicos. Lo que manifiestan es inconsciencia o señoritismo, fáciles de corregir con un esfuerzo por parte del Estado para difundir las bases de nuestra ciudadanía. En otros casos, sin embargo, se trata de una voluntad de ir más allá del cambio de régimen y variar los fundamentos mismos sobre los que está construida la nación. Los consensos de la Transición han permitido hasta hoy que los españoles nos situemos por encima de ese malentendido, sin tratar de despejarlo. Es probable que la crisis, los cambios sociales y el nuevo reparto del poder político requieran una actitud distinta. A partir de ahora, tal vez será más arriesgado callarse que tomar posición. Algo, por otra parte, acorde con los tiempos que nos ha tocado vivir.