Caso Pujol
Oleguer Pujol: La caída del pequeño Rasputín
De los siete hijos que Jordi Pujol i Soley tuvo con Marta Ferrusola, el pequeño Oleguer era sin duda el más inquieto y apegado a la familia. No en vano, fue el que vivió hasta el último momento en la casa barcelonesa de General Mitre, ya que fue también el que más años estudio en el extranjero. Sus largas estancias en Nueva York y Londres, lejos de la sombra de sus progenitores, las compensaba con su estancia en el domicilio familiar, dónde su madre le preparaba unas exquisitas meriendas con bollería de una confitería cercana. «Mimado y culto», decían de él sus hermanos, como niño favorito de la «dona» y un chico con aires intelectuales, bastante apegado a los libros y dominio de los idiomas.
Oleguer era ambicioso y no desaprovechó su paso por Manhattan y la City londinense. Discreto, pero con un cierto encanto para las relaciones públicas, trabó buenas amistades en el mundo financiero. Trabajó en Morgan Stanley, JP Morgan y otras firmas de la banca de negocios. Algunos amigos de entonces le recuerdan como un joven avispado, con carisma. Era además un fervoroso de la literatura rusa, en especial de autores como Boris Pasternak, y su obra cumbre «Doctor Zhivago», cuya versión llevada al cine, protagonizada por Omar Shariff y Julie Christie, vio varias veces. «Le encantaban el cine y el teatro», confiesa alguien que le conoció de cerca y que compartió aficiones en estas ciudades emblemáticas.
Pero el menor de los Pujol quería brillar en los negocios y amasar fortuna. Por ello, regresó a España y se hizo un destacado hueco en el sector inmobiliario. Con sus contactos internacionales, buenas amistades y el apellido paterno, fundó la gestora de fondos Drago Capital y arrancó un entramado de campeonato. «Era un visionario de las inversiones y engatusaba a todos», dice una fuente de su entorno. Estas cualidades de seductor para sacar pasta, llevarla a su bolsillo, y su carisma personal, le valieron el apodo de «Rasputín», en alusión al todopoderoso líder ruso de la etapa Romanov. Algunas mañas debió aprender de aquellos autores imperiales que tanto le fascinaban. Promotor en 1992 de la campaña «Freedom for Catalonia», de fuerte tinte soberanista que reclamaba la libertad para Cataluña, no tuvo sin embargo empacho alguno en hacer grandes negocios en Madrid. Le compró al Grupo Prisa sus edificios históricos en la capital, y no dudó en adquirir aquí una lujosa residencia y alternar en los mejores locales. Algunas veces se le veía cerca del Congreso, pero su nido empresarial estaba en la llamada Costa Castellana. O sea, la zona elitista del Paseo central madrileño. «Mucho ir de independentista, pero dando pelotazos en Madrid», ironiza un inversor que trató con el pequeño de los Pujol. Y así fue como Oleguer construyó todo un imperio financiero al frente de su firma, operando en varios sectores, moviendo influencias, apoderando sociedades, contactando abogados y, sobre todo, con numerosas operaciones en paraísos fiscales. El pequeño Rasputín se había convertido en un capitalista de abolengo, y era de todos los hermanos el que más estaba en Madrid. Desde aquí, sus viajes a Mónaco y Suiza eran muy frecuentes, tal vez preludio de una trama económica investigada ahora por la Justicia. Nadie de sus allegados quiere acusarle de nada y todos coinciden en que era listo. «Un bróker de primera», se limitan a decir.
Dentro del clan familiar, con quien mejor se ha llevado siempre es con su madre Marta y con su hermana Mireia, danzarina, fisioterapeuta y vinculada a la plataforma secesionista «Soberanía y Progreso», promovida por Esquerra Republicana. «Les gustaba el arte y el dinero», opinan con sorna en el entorno de la saga. De lo primero, puede. Pero de lo segundo, no cabe duda. Aficionado a las letras rusas, en este día tan difícil, habrá pensado en alguna obra maestra, por ejemplo en «Crimen y castigo», de Dostoyevsky. Algo duro se le viene encima.
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