Política

El desafío independentista

Paseo por la ciudad ocupada

Xavier Trias, Joan Rigol y Francesc Homs, en la concentración de ayer.
Xavier Trias, Joan Rigol y Francesc Homs, en la concentración de ayer.larazon

BARCELONA- «No basta decir que los catalanes son gente fervorosa y propicia a la exteriorización de sus sentimientos. Hay que reconocer que esos sentimientos que los catalanes exteriorizan de una manera tan contingente son típicamente multitudinarios y, en la medida de lo posible, unánimes. Cuando de algún otro lugar de España que no sea Cataluña decimos los periodistas que la multitud estaba entusiasmada, mentimos siempre un poco. Entusiasmo multitudinario no hay más que uno en España: el de los catalanes». De esta manera lo escribió Manuel Chaves Nogales en una crónica de febrero de 1936. Así que lo que ayer se vivió en las calles de Barcelona viene de lejos, pacientemente preparado, con una unanimidad tan aplastante que deja poco margen para la disensión. Ayer, Barcelona fue una ciudad sitiada.

Me eché a la calle de buena mañana dándole vueltas al objetivo que los organizadores de la «V» se habían propuesto: conseguir la manifestación más importante de la historia de Europa. Caí en la cuenta de que en Europa hay que tener cuidado en esas competiciones de masas porque hemos tenido verdaderos maestros, a derecha e izquierda, cuyos nombres, sólo citándolos, ponen los pelos de punta. Tener el récord de reunir al mayor número de personas bajo el mismo objetivo y disciplinado orden no es una virtud. No se trata de cuántos, sino de por qué. Los pocos que saltaron por encima del Muro de Berlín unieron a Europa, no la separaron.

Lo pude comprobar pronto. Antes de las once de la mañana, el centro de la ciudad estaba literalmente tomado por una multitud uniformada en color rojo o amarillo, incluso mezclando los dos (creando la persona-bandera) y, de manera general, la «estelada», el símbolo independentista que ha desplazado a la «senyera» como una reliquia constitucional, incluso ocupando monumentos públicos (ver Arco del Triunfo).

La primera vez que oí «Els Segadors» fue a las nueve y media de la mañana, en el monumento a Rafael Casanova, protomártir de aquel 1714 que hoy insufla energía al nacionalismo catalán como si el tiempo no hubiese pasado. No es un buen lugar para llevar a los niños, pero el nacionalismo, siempre tan familiar estructura y féliz, lo hace, sobre todo porque se insulta al adversario con ganas, incluso con odio. Luego oí el himno de Cataluña cada cinco minutos, porque con cada ofrenda de algún partido «nacional» o entidad enraizada –las de toda la vida–, volvía a tocarse. Allí fue también donde oí por primera vez decir a una madre a su hijo: «¡Cuidado con la bandera que le darás al alguien!». Un buen consejo.

Pero los niños estuvieron todo el día agitando la bandera o vestiditos con su «estelada», como sus padres, sus hermanos mayores y abuelos. Si hubiese que definir esta manifestación de alguna manera, sería por la presencia de los niños. Se puede aceptar que a los perros se les ponga en el cuello una bandera porque nunca alcanzarán raciocinio algún, pero no así los niños, a los que no se les da la opción de crecer y decidir si, llegado el momento, quiere botar cuando griten a su lado «español el que no bote». Muchos padres deberían pensar si es educativo gritar «¡fora, fora!» con su hijo en brazos. El nacionalismo catalán insiste mucho en su carácter pacífico, pero transmite un odio subliminal.

De repente oigo unos atronadores disparos. Ya está... Pero no. Son unas columnas de «miquelets» (soldados de la Guerra de los Segadores) desfilando, vestidos de época y armados. Una parodia. A la gente le gusta los «miquelets» y, sobre todo, cuando llega el embriagador olor de la pólvora. Bien pensado, todo el mundo iba algo disfrazado con esas banderas en forma de capa y las camisetas amarillas o rojas. Una pareja de escoceses vestidos como si fueran taberneros se dejan fotografiar con su bandera y lo mismo hace una organización del Tirol que anda pidiendo también la independencia. Todos se disfrazan. Le preguntó a unos chinos que han colgado una «estelada» en la puerta del bar que regentan, que está, por cierto, lleno, si son independentistas. No contestan. En una panadería de la Ronda Sant Pere se lee en el escaparate: «Por la compra de un "pastisset"te regalamos la chapa de la Diada». En Gran Vía con Paseo de Gracia, un paquistaní grita como puede: «¡Visca Cataluña!», reclamo para vender banderas. Me quiere vender dos por tres euros. Es tiempo de banderas en la puerta de los comercios, en los balcones, en el corazón y, lo que es peor, en la cabeza.

A medida que pasa la mañana, dan ganas de meterse en una peluquería afro o en un bar hindú y pasar el día. Comprobé lo cabezona que es la mezcla entre turismo de masas e independencia masiva: en medio queda una ciudad que no sabe a dónde va. Si hace 300 años Barcelona fue asesinada por las tropas de Felipe V, ahora el asedio es de miles, centenares de miles de personas dispuestas a formar parte de una «V» como minúsculas piezas de una gran coreografía. Una «V» que es una bandera de 12 kilómetros hecha con personas, ciudadanos o ahorradores, como un lazito que se clava en la solapa. Todos en fila: amarillo, rojo, amarillo, rojo, amarillo, rojo, amarillo, rojo, amarillo... Pero era tal la agitación de banderas que impedía que se formasen las cuatro barras y visualizarlas desde el cielo correctamente, pues ése era el objetivo, hasta que han advertido por megafonía de esta disfunción. Dicho y hecho.

Previendo el ambiente asfixiante que las multitudes generan, días antes repasé «Masa y poder», de Elias Canetti, libro que nace de una terrible experiencia. Anoté los cuatro atributos de la masa: uno: la masa siempre quiere crecer; dos: en el interior de la masa reina la igualdad (todos los brazos y cabezas son iguales); tres: la masa ama la densidad (no ser dividida); y cuatro: la masa necesita una dirección.

Ayer, la masa cumplió sus cuatro principios. Lo importante es estar todos, juntos, unidos, sin fisuras, con un sentido sagrado de comunidad. Todos opinan lo mismo a su manera, pero gritan iguales con ese ritmo extraño «¡In-inde-independencia!».

Para quien firma, fue especialmente impactante ver cómo el viejo Velódromo estaba lleno de camisetas amarillas, incapaces de respetar el color cívico y anónimo de un café. La Europa de los cafés, dijo Steiner.

Recorrí la «V» entera, callejeando en algunos momentos porque era imposible andar e inevitable el contacto físico. La unanimidad deja entreabierta una sospecha: ¿dónde están los que no están? Hacer un retrato sociológico del manifestante es complejo, pero he visto: personas que por su manera de llevar la camiseta, corte de pelo, gafas y manera de hablar corresponden a lo que se denominan personas de alto nivel adquisitivo; mucha Cataluña interior y de comarcas, como estaba previsto en el plan; y el inmenso mundo asociativo. Tenía razón Chaves Nogales cuando decía que «en Cataluña esta sugestión del triunfo es tan fuerte que los arrastra a todos, a los vencidos como a los vencedores».

La hora en la que se iba a dar por hecha la «V» eran las 17:14 (sí, por 1714). Me pilló en la plaza Francesc Macià (antes, Calvo Sotelo). Minutos antes, se empezó a notar un temblor: era la gente que empezaba a saltar. Luego, se oyó de nuevo el grito de «¡I-Inde-pendencia!» y aplausos, como si ya se hubiese producido la independencia, porque de repente subió el nivel de euforia, incluso emoción, a la que muy probablemente seguiría un momento de vacío. La voz de los locutores que a lo largo de todo el trayecto informó, animó y sugirió algunos cánticos empezó a sufrir una mutación: en aquel tono alegre se notaba un cansancio insoportable, como si el esfuerzo de esa construcción humana les hubiera dejado agotados. Creo que ellos hubieran seguido hablando toda la vida, pero para todo hay un límite. Sonó «El Cant de la Senyera», precisamente, de infausto recuerdo en estos momentos porque fue el motivo que condujo a Jordi Pujol por primera vez a la cárcel. Para acabar: ni una pancarta, ni un grito, ni un «capgrosso» en homenaje al ex president.