Restringido
Pedalear sin tocar el suelo
Sin reserva prudencial empiezo haciendo una confesión pública: escribir este año sobre la Constitución y su necesaria reforma me produce cierto hastío. Y tal vez ése pueda ser el título de este artículo de opinión, pero sustituyéndolo por la expresión latina de la que deriva: «fastidium». En parte, porque en tiempos de crisis, cualquiera que sea el ámbito al que afecte conviene volver a las raíces. Quede como apunte y vuelva cada uno por su cuenta al repaso histórico. Más allá de la efervescencia del momento y del cabreo social desatado por las dos «ces» combinadas –corrupción y crisis– conviene no perder la perspectiva de pueblo: de dónde venimos y cómo somos.
Y en esa perspectiva, en mi opinión, la Constitución de 1978 ha sido un instrumento político que, primero, cohesionó un pueblo fragmentado y fue símbolo de concordia que ha permitido la convivencia durante más de tres décadas. Pero, como quiera que la Constitución es un texto jurídico y no un ente con vida propia, no procede en ningún caso el panegírico, que a veces es el peor insulto según quién lo haga. Y quizá somos dados a oscilar entre aquél y la diatriba, hacia la que hoy soplan más los vientos populistas. Pero, recuérdese que, dejando a un lado lo emocional, la Constitución es una norma dirigida a limitar el poder, organizándolo, sometiéndolo, con el fin último de garantizar los derechos y libertades de los ciudadanos. Y así, intentando dar objetividad al tema, la del 78 ha permitido la organización de un modelo de convivencia social y política con muchas más luces que sombras, avanzando en la realización de derechos y libertades de las personas hasta cotas desconocidas en nuestra historia y configurando un Estado social y democrático de Derecho avanzado. En su parte orgánica la norma diseña un modelo de organización del poder que ha funcionado razonablemente bien, aunque tiene sus puntos a revisar, especialmente en materia territorial que es una asignatura pendiente en nuestra historia, que parecía salvada con el modelo autonómico: fue un espejismo. Y aunque hoy no se estile lo diré: sobre el papel, la Constitución, con sus puntos perfectibles, es un buen texto jurídico, avanzado, completo y aún referente para otros países.
Pero la partitura jurídica ha de ser interpretada. Es ahí donde –más últimamente y a impulso de las dichas dos «ces»– se genera el agotamiento del depósito de ilusión colectiva que la Constitución de 1978 ha despertado durante décadas. Dicho de otra forma y frente a discursos hoy en alza: el problema no es la partitura (la Constitución) sino una parte de los actores; y bastan un par de violines para desafinar la orquesta. Si en 1978 la Constitución fue símbolo de esperanza política y progreso hoy algunos la quieren presentar como un instrumento al servicio de intereses espurios. Sin embargo, enjuiciar así el papel del texto Constitucional es, sencillamente, desbarrar. Tal vez debimos tomarnos en serio la necesidad de reformar la Constitución cuando se pudo hacer. Y sobre esto hay mucha tinta.
En este momento, tengo más dudas que certezas: sin ver algo claro el horizonte y metidos todavía en problemas económicos y políticos, con una crisis de legitimidad de la que no salimos, hablar de reformas es pedalear sin que las ruedas toquen el suelo. Para reformar el texto constitucional hace falta algo más que ganas de cambiarla y el diagnóstico de temas revisables, no sea que la dejemos peor. Hay que tener al menos un rumbo y un espíritu de acuerdo entre los actores políticos que arrastre e ilusione a una ciudadanía para superar ese sentimiento que muchos tenemos de «fastidium» y cuyo tratamiento requiere prudencia –y no improvisación– diálogo y buenas dosis de sentido de Estado en los protagonistas del proceso político y en los demás paciencia y esperanza.
*Profesora de Derecho Constitucional de la Universidad de Navarra
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