Elecciones generales
Que los ciudadanos elijan
Mariano Rajoy abrió el pasado lunes un debate oportuno y muy relevante. La elección directa de los alcaldes y, más en general, la mejora de nuestro esquema clásico de gobierno local son temas recurrentes desde hace décadas. Ahora, sin embargo, el asunto toma nuevas características y parece encontrar una ventana de oportunidad que le otorga una dimensión de la que había carecido. Dar la alcaldía a la lista más votada ha sido la reiterada propuesta electoral del Partido Popular. Siempre hemos supeditado esta reforma de las reglas del juego a la consecución de un amplio acuerdo para impulsarla y la imposibilidad de conseguirlo es lo único que explica por qué, aun contando con mayorías parlamentarias suficientes, nunca se ha llevado a buen término.
Antes de aprobar la Constitución de 1978 se celebraron las primeras elecciones democráticas con un sistema electoral que aun conservamos. El sistema proporcional se escogió, en un principio, como un método de gobierno conjunto de ciudades y pueblos. Todos los concejales, de la mayoría o de la oposición, asumían funciones ejecutivas, si bien su importancia variaba en función de los resultados obtenidos. Este peculiar sistema corporativo duró, lógicamente, poco tiempo y pronto surgió una especie de «parlamentarización» de la vida local. Las corporaciones pasaron de ser instrumentos para el gobierno conjunto a convertirse en varios miles de pequeños parlamentos donde la aritmética postelectoral, las alianzas entre los partidos y, en ocasiones, los amaños y corruptelas, deciden quién y cómo dirige cada localidad.
En todo el mundo democrático el gobierno local es el más ejecutivo, el que con más determinación busca la eficacia para la resolución de los intereses más concretos e inmediatos de los vecinos, el que más nítidamente rehúye posicionamientos abstractos y más aprecia la personalidad del responsable político de referencia, el alcalde. En España ocurre lo contrario o, al menos, el sistema electoral vigente parece perseguir otra cosa, aunque luego la fuerza de la realidad abra paso a miles de alcaldes con un gran peso político propio y enorme capacidad de decisión. La lógica del sentido común, como tantas veces ocurre, se impone a los ensueños de la norma. Desde hace décadas todas las reformas que se han venido aprobando tienen como pauta común la búsqueda de equipos de gobierno más estables y ejecutivos. Limitar las mociones de censura para combatir el transfuguismo, por ejemplo, no deja de ser una manera indirecta de reforzar la posición del alcalde y limitar el poder de decisión individual de cada uno de los concejales; atribuir competencias crecientes a las juntas de gobierno es una manera de reforzar el natural carácter ejecutivo del gobierno local. Con todo, persiste una disonancia entre lo que el sistema electoral pretende, un gobierno corporativo de los ayuntamientos, y lo que los votantes demandan, que son gobiernos eficaces, ágiles y plenamente responsables.
El presidente del Gobierno ha puesto este asunto crucial en el centro del debate. Y lo ha hecho flexibilizando la posición del Partido Popular para facilitar el acuerdo con otras fuerzas políticas. Lo que Rajoy propone es fácil de resumir: dar a los ciudadanos más capacidad de decisión. Que sean ellos, y no los partidos, quienes escojan verdaderamente a sus alcaldes. El método tradicionalmente propuesto por el Partido Popular chocaba con una realidad políticamente muy fragmentada en algunas zonas de España. Hacer alcalde a la lista más votada puede forzar mucho la interpretación de la voluntad de los electores cuando la primera fuerza tiene un 24% de los votos, la segunda un 23, la tercera un 20 y la cuarta un 18%, por ejemplo. Y éste no es un ejercicio de laboratorio, sino el resultado real en 2011 en una importante capital española. Por eso, y porque piensa que así podría recuperar una posición hegemónica entre la izquierda, el PSOE se ha inclinado en muchas ocasiones por un sistema de doble vuelta a la francesa, donde se someta a los ciudadanos la decisión de elegir al alcalde entre los candidatos de las dos listas inicialmente más votadas.
El acuerdo podría encontrarse ahora en torno a un sistema mixto, en el que resultase elegido en primera vuelta el candidato de la lista más votada, siempre que superase unos umbrales mínimos (alcanzar un 40% de los votos y establecer una ventaja mínima del 5% sobre su inmediato seguidor, por ejemplo), y hubiese una segunda vuelta dirimente cuando no se diesen esas circunstancias. Esta fórmula debería llevar aparejada una prima de mayoría que garantizase un gobierno estable y, posiblemente, algunos cambios legales en la organización interna de los ayuntamientos.
Tal vez no sea éste el asunto más urgente de cara a la próxima primavera, pero si los socialistas son capaces de superar su grave crisis interna y existe, como parece, margen para el acuerdo, sería absurdo demorar una respuesta democrática innovadora por no se sabe bien qué razones. Abierto el debate por quien de verdad puede hacerlo, hay que exigir a todas las fuerzas políticas la lealtad suficiente para abordarlo y contribuir así a la mejora de nuestro gobierno local.
Gabriel Elorriaga, presidente de la Comisión de Hacienda del Congreso
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