Barcelona
«Sólo él tiene la culpa de los niños pequeños que murieron en La Rambla. Todo el problema es del imán»
Ghazi, padre de dos de los terroristas abatidos en Cambrils, asegura que sus hijos eran dos jóvenes «integrados». «Si ellos iban a casa de este señor yo no lo sé», explica sobre la relación de los hermanos Hychami con el hombre que los reclutó
A Ghazi le queda un año para jubilarse. Lleva casi dos décadas cortando madera y estaba a punto de empezar su nueva y tranquila etapa de la vida, pero la sinrazón se cruzó también en su camino el pasado jueves y truncó todos los planes que tenía por delante.
A Ghazi le queda apenas un año para jubilarse. Lleva casi dos décadas cortando madera en los frondosos y bellísimos bosques de la comarca del Ripollés y estaba a punto de empezar su nueva y tranquila etapa de la vida, pero la sinrazón se cruzó también en su camino el pasado jueves y truncó todos los planes que tenía por delante. Ghazi Hychami es el padre de Mohamed y Omar Hychami, la única pareja de hermanos implicada en los ataques terroristas que corrió la misma suerte: ambos murieron juntos, tiroteados por el mosso d‘Esquadra que abatió a tiros a los cinco terroristas que trataron de hacer el mayor daño posible en el paseo marítimo de Cambrils la madrugada del viernes. La vida de Ghazi no ha sido fácil. Natural de Mrirt (Marruecos), llegó a Europa hace más de 30 años. Se instaló primero en Albi, una pequeña localidad francesa del departamento de Tarn, situada al noreste de Toulouse. En 1996 se instaló en Ripoll, el municipio gerundense que se ha hecho tristemente popular a raíz de estos hechos porque todos los jóvenes de la célula terrorista que golpeó Barcelona –así como el imán del pueblo, Abdelbaki Es Satty, el reclutador e instructor de estos chicos– son de aquí y pertenecían todos al mismo grupo de amigos. No fue hasta cuatro años después cuando, asegura, pudo arreglar los papeles y traerse a su familia: su mujer Halima, de 48 años, y a los pequeñines Mohamed y Omar, que entonces tenían seis y tres años, respectivamente.
Los niños se criaron en el colegio público Joan Maragall del pueblo, en la carretera de Barcelona, muy cerca de los campos de fútbol donde echaban sus partidos y jugaban con el resto de niños del pueblo. «Nunca tuvieron problemas de integración. Hablaban catalán y castellano y tenían amigos de aquí porque es con quienes han crecido», explica Ghazi a las puertas de su casa justo antes de que un compatriota se acerque a darle el pésame en árabe y le bese las manos. «Esto es una desgracia, eran buenos chicos, yo les eduqué en el buen camino ¿por qué ahora hacen algo así?», se pregunta con voz casi inaudible.
Eso de que estaban integrados tiene matices, según los vecinos del pueblo. «Al final siempre estaban ellos juntos. Con las bicis, jugando al fútbol... Con los demás también pero ellos siempre juntos. Eran un grupo de amigos», asegura una joven ripollense.
El progenitor de los terroristas reconoce que nunca fueron buenos estudiantes, pero lograron terminar sus estudios básicos como el resto, en el IES Abat Oliva. Después, Mohamed, el mayor, hizo un módulo de mecánica y actualmente trabajaba en Conforsa, una empresa de reparación de máquinas industriales. Allí ganaba 2.400 euros, «justo el doble que gano yo», y le habían ascendido a encargado. «Estaba muy contento allí, se había preparado mucho pero... ¿para qué? ¿para preparar muertos?», dice al borde del llanto. Si tenia novia, no lo sabía porque eso «no lo dicen» hasta que no sea para casarse con ella. No parece que fuera una familia muy comunicativa o evitaban ciertos temas, porque tampoco sabe Ghazi qué pensaban sus hijos acerca de la yihad ni qué comentarios se hacían en casa cuando, por ejemplo, salía alguna noticia relacionada con el tema por televisión. «Cada uno está en su habitación con su móvil. Lo que miran desde ahí yo no lo sé», reconoce. Si Mohamed era más blanco de piel, Omar, el hijo menor, «era más parecido a mí, más oscuro». Quizás el pequeño era más callado o tímido pero «muy buen chico también». «Salían todos juntos por ahí. Los fines de semana a lo mejor volvían a las 4:00 o las 6:00 de la mañana. De la discoteca no, pero no sé de dónde. Lo que hacían por ahí yo no lo sé pero todos eran buenos chicos. No sé esto ahora por qué».
Si podían, sí rezaban todos juntos. «¿Que si éramos muy religiosos? Sí, lo normal, pero buenos», contesta. También acudían a la mezquita de la calle del Progreso, donde desde hace un año y pico estaba el imán que ahora los investigadores consideran el cerebro de la trama o, al menos, el captador de estos chicos; el penúltimo eslabón de la cadena antes de los muyahidines. El cabeza de familia de los Hychami no tiene una opinión negativa del imán Es Satty en concreto, no puede «decir nada malo de él» pero sí, en general, de todos estos dinamizadores del islam. «No hay confianza con ellos, todo problema del imán. En Barcelona, Bélgica, París, son ellos el problema. Sólo buscan jóvenes, muy jóvenes, con cabeza pequeña. Quieren a los que no saben nada de nada. Quieren los que todavía no piensan». «Tiene la culpa de los niños pequeños que murieron en la Rambla. Sólo él tiene la culpa. Todo es problema del imán», asegura, muy enfadado, al tiempo que exige a los gobiernos, «al Gobierno de Europa, a todos las gobiernos, que controlen las mezquitas y a sus imanes. No hay confianza con ellos, ¿no lo han visto?». Ghazi se echa a llorar al venirle, de repente, el recuerdo de esos dos hijos que ya no están porque decidieron (aunque el imán les convenciera para ello) dejar este mundo llevándose por delante la vida de más de una docena de personas.
El padre de Mohamed (muy amigo del todavía huido Younes Abouyaaqoub, presunto conductor de la furgoneta de las Ramblas) y de Omar, asegura desconocer dónde y cuándo se juntaban sus hijos con Es Satty, el supuesto instructor e ideólogo de la masacre. «Una vez termina la mezquita, cada uno a su casa. Si ellos iban a casa de este señor yo no lo sé porque no hay confianza con este señor. Los imanes tienen barba larga y camisa buena pero ¿qué? ¿para qué? ¿para aprovecharse de niños?».
Es Satty, según Ghazi, estuvo cinco, seis meses en la mezquita vieja y llevaba menos de dos años en la nueva. «Él sólo daba el sermón, no sabíamos nada de su vida», insiste. «Allí vamos todos: marroquíes, pakistaníes, todos allí y nadie pensó nada malo. Y ahora mira».
«Yo tenía dos hijos. El jueves tenía dos: Mohamed y Omar. Están muertos ahora. ¿Por qué? ¿Por qué? Por favor, por favor. Que hagan algo».
Ghazi se levanta y da por zanjada la entrevista entre lágrimas. Su mujer Halima dice que está «enferma» desde que pasó todo y hoy han ido al hospital con, al parecer, un ataque de ansiedad. Son las otras víctimas de toda esta locura. Familias musulmanas que aseguran desconocer los procesos de radicalización de estos chicos. «No estaban distintos últimamente. Ni más callados ni más nerviosos. Sí paraban menos por casa. Ya está. ¿Cómo voy a pensar yo que están fuera preparando algo así?». Ghazi pide disculpas antes de marcharse con las manos en señal de rezo, manos muy curtidas por tantos años cortando madera y que ahora, temblorosas, limpian lágrimas.
El hombre, de 64 años, se mete en el portal y sube hasta su piso en la carrera Antonio Gaudí Cornet. Un edificio de protección oficial de 2004 que en el bajo aloja a otra familia de los terroristas. Solo les separa un piso de la familia Oukabir: Driss y Moussa, de 28 y 17 años. Este edificio amarillo y naranja de tres alturas que da la bienvenida a la localidad está doblemente marcado por los terroristas: 4 de ellos vivían aquí.
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