Estados Unidos
Día de Acción de gracias, una entrañable costumbre con gran historia detrás
En 1620 el barco Mayflower llegó a costas americanas lleno de migrantes con más sueños que hambre
Hoy es el cuarto jueves del mes de noviembre, día muy especial en Estados Unidos ya que se celebra esta noche en todos los hogares el Día de Acción de Gracias.
Me llamo Carolina MacMullen y soy una española que reside desde hace décadas en Charleston, Estados Unidos. El día de Acción de Gracias, o como nosotros los españoles afincados en los Estados Unidos lo hemos rebautizado, el día del Pavo, se trata de un día de abundancia creado a propósito para apaciguar hasta el apetito más voraz, y es que no hay nadie más agradecido que aquel que tiene hambre. Pues muy bien, dicho esto, voy a intentar contaros en pocas palabras, algo de la historia de cómo todo esto de la celebración del Thanksgiving Day empezó.
En el año 1620, llegó a Massachusetts desde Inglaterra, el Mayflower, un barco lleno de colonos, más conocidos como peregrinos o pilgrims, buscando una vida mejor. Algunos, huían de la justicia, otros ansiaban libertad de religión, pero la mayoría soñaban con hacer algo de fortuna lejos de las garras del imperio inglés. Cumpliendo el propósito de fundar la Colonia de Plymouth, los rigores de un fuerte invierno hicieron que las cosechas se perdieran. Las temperaturas seguían bajando, haciendo que con el tiempo más de la mitad de la colonia pereciera, el resto pudo sobrevivir gracias a la ayuda de los indios Wampanoag, pues no solo compartieron sus víveres con los colonos moribundos, sino que también les mostraron otros métodos de labranza que solo esas tierras lejanas entendían.
En el 1621, el gobernador de la colonia, agradecido, ordenó, que después de la fructífera recolección de la cosecha, dedicarían un día a compartir sus alimentos con los indios y a darle gracias a Dios por haberlos ayudado en tan duros momentos y por proporcionarles al año siguiente con tan próspera cosecha.
Lamentablemente, la llegada cada vez más masiva de colonos que poco a poco iban asentándose en territorio indio provoco continuas disputas, las cuales casi terminan aniquilando al pueblo Wampanoag. Dos siglos más tarde, concretamente el 3 de Octubre de 1863, el presidente Abraham Lincoln lo declaró oficialmente como el día de Acción de Gracias.
Desde entonces, se ha venido celebrando en todos los hogares de Norteamérica, incluyendo a los emigrantes, que como los colonos de antaño, siguen llegando al continente Americano. En el fondo, yo también me he sentido en algún momento desde mi llegada a este país, como un colono descarriado, con mi inglés, que más que inglés, valga la redundancia parecía indio, y que gracias a Dios entre mis manierismos típicos de española y mis parodias de mimo incomprendido, me las iba arreglando para que me entendiesen. Con el tiempo y mi esfuerzo por integrarme, aprendí la lengua, y entre llantos de añoranza seguía mi camino. Yo, como esos primeros colonos, me sentía agradecida, porque muchos de esos americanos, algunos probablemente descendientes de esos mimos colonos, fueron los que ahora me mitigaban las hambres de familia, de calor humano, y que con un simple abrazo me apagaban las lágrimas.
Al principio de mi llegada, el día de Acción de Gracias lo celebrábamos, con la familia de mi marido o bien en un restaurante de esos de estilo bufete. Hasta que un año decidí aventurarme yo misma con la preparación de tan preciado ágape. Primero, con la preparación de un pavo el cual me había dado la receta mi suegra, y que aun sabiendo que no me podía fiar de ella, seguí al pie de la letra. En fin, si me salía mal siempre podía echarle la culpa a la progenitora de mi querido esposo. Lo demás, como el puré de patatas, las habichuelas verdes y los macarrones con queso ya los había preparado en varias ocasiones, porque como buena española, en mi casa no faltaba nunca una tortilla de patatas, un buen puchero o unos huevos fritos con patatas. Para no cortar el hilo, voy a seguir con lo que me pasó cuando quise preparar una tarta de calabaza a la vieja usanza, y que para alardear de buena cocinera, quise utilizar una calabaza de esas grandotas que venden para adornar, en vez de utilizar como todo el mundo, calabaza enlatada.
Mi marido me observaba como incesante, trabajaba casi inútilmente en pelarla, y debo añadir que eso de trocearla, era como querer cortar un pedazo de madera mojada con un cuchillo desafilado, haciendo que casi desistiera de mi aventura culinaria. Pero como las ganas de impresionar a mi marido eran más fuertes que mi pereza, seguí pelando y cortando la obstinada hortaliza. Después de seguir las instrucciones de mi suegra, que ya había traducido con antelación al español, sudando, con el delantal lleno de harina y no sé qué más, la metí con mucho cuidado en el horno y esperé a que transcurriera el tiempo recomendado por la receta. Cuando llegó el momento, con el mismo delantal, la saqué del horno, me había salido divina, toda doradita, la joya había dejado la casa oliendo a gloria. Obsesionada, sin ni siquiera darle la oportunidad a que se enfriara del todo, corté un trozo para que la probase mi marido y así darme el visto bueno. Él, que ya se había sentado a la mesa con tenedor en mano, esperaba impaciente. Toda esmerada, le serví un trozo en un plato pequeño y se lo puse delante con su servilleta. Mientras, yo esperaba impaciente con una sonrisa dudosa a que la probase, él masticaba el primer trozo, asegurándome con un movimiento de cabeza y con el dedo gordo a lo César, que estaba riquísima. Así que ni corta ni perezosa, me adelanté a cortarme un trozo para mí. Cuál fue mi sorpresa, cuando sentí en mi paladar refinado de cocinillas, un amargor inexplicable que me hizo escupir el trozo casi sin masticar. Cuando mi marido vio mi reacción, el también hizo lo mismo con el penúltimo trozo que con cara de santo estaba masticando. Casi llorando y en inglés me saltó con un, ¨¡gracias Dios mío!¨ El pobre mío, por no decepcionarme se la iba a comer entera. Como ya no tenía tiempo de hacer otra, fuimos a la misma tienda donde compré la dichosa calabaza fresca, esta vez salimos por la puerta con una tarta ya hecha. Una vez más me sentí como colono rescatado por los indios.
Ahora, con casi 30 años viviendo en los Estados Unidos, creo que puedo considerarme una veterana en esto de las tradiciones de este país. Ahora lo disfruto mucho más, con el resto de mi familia política, con mis hijos, y mis nietos. Aunque la familia haya aumentado, aún echo de menos muchas cosas que tuve que dejar atrás, como por ejemplo a mis padres, en especial a mi madre, la cual sólo veo ya en sueños. En estos momentos, a escasas semanas para celebrar otro año más la tradicional fiesta de Thanksgiving, me viene a la memoria, la de veces que fui invitada a casa de amigos, amigos que con el paso del tiempo se convirtieron en una segunda familia. Nos sentamos todos juntos a disfrutar de una cena hecha a conciencia, con tiempo, con amor, y que antes de empezar enlazamos nuestras manos, cerramos los ojos y mientras el patriarca dice una plegaria de gracias, el resto de los comensales, en silencio, le damos gracias a Dios, no sólo por todo lo bueno, también por darnos las fuerzas para seguir en momentos en los cuales, yo por ejemplo, hubiese tirado la toalla y con la cabeza gacha me hubiese vuelto al resguardo de mis padres, que como hijo pródigo me recibirían con los brazos abiertos. Como en cada historia todos tenemos un papel, un papel en que el protagonismo de uno mismo varia, cambia como cambian las estaciones de otoño a invierno pero que en el fondo sabemos que es necesario. Como en ese primer Thanksgiving, la historia se repite, quizás no con las mismas carencias pero al fin y al cabo, las necesidades son las mismas, dar calor al que tiene frío, alimento al que tiene hambre y un techo al que poder llamar hogar.
Carolina MacMullen es original de Rota, Cádiz, y lleva más de 30 años compartiendo su vida en Estados Unidos con su marido, de quién ha tomado su apellido. Es escritora y feliz madre de dos hijos y más feliz abuela de otros dos nietos.
✕
Accede a tu cuenta para comentar