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El feísmo va a llegar

La marca de lencería Victoria Secret´s protagoniza una polémica por decir que ni los trans ni las mujeres de tallas grandes representan sus diseños

Imagen de un desfile de Victoria Secret´s
Imagen de un desfile de Victoria Secret´slarazon

Me imagino dentro de unos años a los pobres guapos viviendo en guetos para no traumatizar al grueso de la población. Se disfrazarían a veces para parecer feos y tratar de integrarse, sin ofender a nadie con su belleza de infarto. Cómodos en esa igualdad plana que no nos ofende.

Martes por la mañana.

Quiero comprarme unas botas molonas de una determinada y conocida marca. Me acerco a la tienda. Desde detrás del mostrador me observa, con un ligero estrabismo y a tamaño dos por tres metros, un señor bidimensional con bigote y orejas de soplillo pegado en la pared. No puedo dejar de mirar, hipnotizada, los gigantescos granos de su barbilla y ese rostro asimétrico. Sin que medie voluntad alguna por mi parte, arrugo la nariz achinando los ojos y poniendo boca de decir “auch” pero sin decirlo. Ya no quiero las botas. Solo quiero salir de allí. En mi huida arrollo a un niño pequeño, un perro mediano y una señora mayor.

Martes por la noche.

Lo tengo todo: cervecita, pistachos, el mando a distancia, mantita y sofá. Hoy empiezo una nueva serie y eso es casi como una primera cita. Solo necesito cinco minutos, como en una primera cita, para saber si me voy a enganchar. Algo está fallando en el minuto dos. No consigo enamorarme del protagonista, no envidio el culo de ella, ni su pelazo, el vecino es un señor normal (como el mío) y la dependienta de la tienda es abiertamente fea. ¿Dónde están los guapos aquí? Estoy tan desconcertada, intentando encontrar a alguien atractivo aunque sea entre los figurantes, que se me pasan por alto dos asesinatos y varios sospechosos. Apago la tele y me quedo un rato mirando al vacío, abrazándome las piernas. Hacía mucho que una primera cita no salía tan mal.

Miércoles por la mañana.

Segundo café con leche, brioche y periódicos en Mibardesiempre. Leo que hay polémica con el desfile de Victoria’s Secret por excluir a modelos trans y de tallas grandes. Escupo sin querer el café y la gente me mira. Finjo tos y evito el contacto visual directo. El apocalipsis ha llegado. Se confirma. El feísmo está aquí.

Publicidad con feos, series con normales y desfiles de ropa interior con gordas. No tengo nada en contra de ninguno de los tres colectivos, ojo. Lo digo alto y claro, como si de un consentimiento explicito pre-coito se tratara, para ahorrarme disgustos y malos entendidos. De hecho, yo misma podría encontrarme en los dos primeros y en un cuarto grupo, bajo el epígrafe “gilipollas”, según algunos de los mails que recibo. En el tercer grupo no se atreven a meterme porque mi talla 36 es un dato objetivo y se les vería el plumero demasiado. Así que no puedo estar en contra de colectivos a los que pertenezco. Pero de lo que sí estoy en contra es de que se carguen de un plumazo mi derecho a soñar.

A ver, que si yo veo una serie quiero que me enganche la historia, pero también quiero enamorarme del chico locamente durante 45 minutos. Quiero envidiar la cintura de avispa de la protagonista, su nariz respingona, sus pómulos, su melena, sus caderas. Quiero que sus vecinos me parezcan adorables y desear que se muden a mi calle y hacerles tarta de manzana para darles la bienvenida. Quiero sus coches, sus casas, su pueblo. Quiero hasta sus crímenes y sus sufrimientos, sus problemas judiciales y llevarme mal con un suegro atractivísimo que me matará en el tercer capítulo para que no herede su rancho. Quiero ese jardín junto a un acantilado donde seguro hay cadáveres enterrados, y quiero que al llegar a la cafetería me sirvan lo de siempre sin pedirlo e irme sin pagar. Que mi coche se abra sin necesidad de llave y no pillar nunca un semáforo en rojo. Quiero soñar.

Yo ya tengo un vecino normalucho que a veces ni saluda y cuyo perro ladra demasiado y se lleva mal con mis gatos, mi casa tiene goteras, hay facturas por pagar, mi pelo nunca está como yo quiero demasiado tiempo y ni siquiera tengo carné de conducir. Pero esta es mi vida y me gusta 23 horas y 15 minutos al día. Los otros 45 quiero soñar. Que es que ya no sé cómo decirlo.

Y si voy a comprar unas botas, quiero que detrás del mostrador, a tamaño dos metros por tres, me sonría un tipo guapísimo que me obligue a probarme cuatro modelos distintos sin dejar de mirarle los labios entreabiertos, y que haga que se me olvide que esas botas valen casi 300 euros. Quiero pensar que las necesito y que me viene bien pagar ese dineral. Ese es el juego: tú me convences de que necesito esas botas porque son las que le molan al cachas de la pared y yo hago como que me lo creo y me las compro. Quiero que no me duelan esos 300 euros porque el rubio de la foto se vendrá conmigo en formato bolsa reciclable, y podré mirarle a los ojos mientras lo relleno de periódicos viejos porque los martes recogen papel y vidrio.

Y quiero mirar el desfile de Victoria’s Secret mientras me como una tableta de chocolate con avellanas y pienso que sí, que les queda fetén el corpiño fabuloso que a mí no me entraría ni en una pierna, pero que seguro que ni recuerdan el sabor de la delicia que me estoy zampando yo. Y eso si es que alguna vez lo probaron en el periodo que va desde su nacimiento hasta el momento en que acompañaron a una amiga a un casting y las eligieron a ellas, que nunca se habían planteado ser modelos, pero que les vino muy bien para sacarse un dinerillo mientras estudiaban filosofía. Quiero ver ese conjunto de ropa interior sobre un cuerpo perfecto. Porque quiero verlo bonito. Y quiero pensar que algún día me quedará igual de bien, aunque sé que no será así jamás y además ni siquiera necesito que así sea. Me gusta mi cuerpo imperfecto. Es fantasía. Puro espectáculo. Y yo quiero soñar, no sé si ya lo he dicho hoy.

Entiendo las críticas a determinados eventos de moda por utilizar tallas por debajo de unos estándares sanos. Y estoy de acuerdo. Pero me parece lógico también que para vendernos moda se utilicen físicos espectaculares. Tipos guapos y esbeltos, atractivos. O con ese “je ne sais quoi” que hace que nos enamoremos al instante. Para que me vendan un sujetador quiero una modelo preciosa y con unos pechos turgentes; igual que para una operación a corazón abierto prefiero a un cirujano frío y con experiencia, bien preparado y con estudios en regla. Me da igual que sea más feo que Picio.

Yo, como me gusta un drama más que el chocolate con sal de Lindt (pese a que a algunos les parezca una aberración mezclar ambas cosas), ya me imagino dentro de unos años a los pobres guapos viviendo en guetos para no traumatizar al grueso de la población. Me los imagino en chabolas colindantes con las de los narcotraficantes locales. Allí estarían las chicas monas que entregaban trofeos en minifalda, las que ejercían de azafatas en concursos de la tele, los figurantes y secundarios guaperas de las series malas, las modelos de pasarela, los cantantes guapitos con poca voz y mucha jeta. Se disfrazarían a veces para parecer feos y tratar de integrarse, sin ofender a nadie con su belleza de infarto. Pero luego volverían a su poblado. Se quitarían el disfraz y se pasearían por esas calles llenas de otras beldades desterradas. Tristes pero hermosos. Pobres pero lindísimos.

Y nosotros, en nuestros barrios normales. Rodeados de gente normal y viendo series protagonizadas por gente normal. Comprando cosas que no necesitamos ni queremos, publicitada por gente normal, como nosotros, como nuestros vecinos, como todos. Cómodos en esa igualdad plana que no nos ofende. Sin sueños pero sin sobresaltos.

Y a veces, a escondidas, iríamos a dar una vuelta por la noche a ese barrio de la periferia del que nos han hablado. Apagaríamos las luces del coche y conduciríamos despacio para no llamar la atención y observaríamos a los pobres exiliados, con sus facciones perfectas y sus cuerpos fantásticos. Y, antes de volver a nuestras casas normales con nuestras familias normales, pensaríamos “pobres, tan guapos”.