Conciliación
Pablo Iglesias y el olor a pañal por las mañanas
“Estoy orgulloso de haber cumplido mis tres meses cuidando a mis hijos”, dice. Satisfecho del trabajo bien hecho, no como otros. Vaya cuajo, colega.
Pablo ha vuelto y es un hombre nuevo. La vida le ha cambiado. Tiene la mirada del que ha visto desfilar ante sus ojos lo mejor y lo peor del ser humano, del que se ha enfrentado a los demonios. Ese hombre, escuchadme bien, ese hombre ha visto cosas que nosotros no creeríamos.
Tap-tap-tap-tap, tap-tap-tap-tap... Podría ser la onomatopeya, más o menos conseguida (soy dura de oído y hago lo que puedo), de helicópteros sobrevolando una selva en Vietnam. Pero no. Son las hélices de un ventilador de techo en un chalet de Galapagar. Sobre la mesita de noche, los pedazos de una foto rota de Errejón junto a un vaso de agua, unos kleenex usados y un frasquito de Apiretal. En la cama, un hombre tendido boca arriba con los ojos abiertos sujeta en su mano un pañal. Es un hombre marcado. Suena The Doors, fuera amanece.
Así es como me imagino yo la mañana de la vuelta de Pablo Iglesias a la vida pública tras su oscilante baja por paternidad. Pablo ha vuelto y es un hombre nuevo. La vida le ha cambiado. Tiene la mirada del que ha visto desfilar ante sus ojos lo mejor y lo peor del ser humano, del que se ha enfrentado a los demonios. Ese hombre, escuchadme bien, ese hombre ha visto cosas que nosotros no creeríamos.
O, al menos, eso parece si le escuchamos.
“Estoy orgulloso de haber cumplido mis tres meses cuidando a mis hijos”, dice. Satisfecho del trabajo bien hecho, no como otros. Vaya cuajo, colega.
Hay que ver cómo es el lenguaje ¿verdad? Es tan rico en matices, tan preciso (y precioso) que muchas veces dice más de lo que nos gustaría. Nuestro subconsciente elige la palabra exacta, el detalle milimétrico, para que nuestro mensaje salga de nuestra boca, traicionero, y diga más de lo que nosotros queríamos decir. Como esa camiseta blanca que bajo la luz de un bar de mala muerte y a horas poco recomendables deja ver la ropa interior que pretendíamos cubrir. Elegir el verbo “cumplir” en lugar de otro cualquiera es toda una declaración. Coloca la paternidad en el compartimento de las obligaciones, de las exigencias. La conjugación del mismo también es maravillosa. Ese pretérito perfecto, ese pasado, la acción acabada. Yo ya he cumplido, señores. Eran tres meses y hecho está. A mí ahora ya que me registren.
¡Ay, Pablo! Has desperdiciado una oportunidad maravillosa de significarte como un verdadero feminista, como el aliado perfecto que estás convencido de ser. Este era el momento de normalizar el hecho de que un hombre se ocupe de sus hijos sin que eso parezca algo extraordinario. Porque no lo es. Porque este país nuestro está lleno de hombres que se encargan de sus hijos sin salir luego, arremangados y exhaustos como si acabaran de intentar salvar la vida de Paquirri en la enfermería, diciendo que cambiar un pañal les ha convertido en personas mucho más capacitadas. No te hablo ya de las mujeres que lo hacen porque no creo que sea necesario, claro.
Mira, Pablo, que me estoy enfadando y no quiero, no le estás haciendo ningún bien a tu propia causa hablando de esta manera. Referirte a tu baja de paternidad como una obligación, un puro trámite con el que hay que cumplir, es machismo puro y duro. No se trata de eso. ¿No te das cuenta, Pablo? Estás hablando de algo habitual y común como si acabaras de descifrar el manuscrito Voynich. Hazme caso. Despide ahora mismo a todos tus asesores y empieza de nuevo. Y ni si te ocurra volver a repetir que después de haber estado tres meses limpiando culos y cambiando pañales, estás más preparado para ser un buen presidente que antes. Mira, NO. Cambiar pañales y limpiar culos es solo una de las prosaicas tareas que conlleva la paternidad. Y hacerlo no te convierte directamente en alguien capacitado para nada más que para seguir cambiando pañales y limpiando culos. No te flipes. Disfrútalo en lugar de sufrirlo.
Una vez alguien me dijo que los mejores hombres (masculino genérico, no se me alboroten) no son nunca los que presumen de serlo. Que lo mejor de alguien no te lo tiene que contar él mismo, sino un tercero y cuando ya no esté presente. Que quien presume de algo descubre una carencia.
Atiende. Hace tiempo, en una cena, conocí a un tipo encantador, un conversador brillante y divertido. Y muy atractivo, por cierto. Ya se había ido cuando alguien contó que acababa de volver de Irak. Alguien más apuntó algunos de los recientes enfrentamientos armados que había estado cubriendo para diferentes medios. Ese tipo, uno de los mejores corresponsales de conflictos en aquel momento, no había hablado de sí mismo en toda la noche. Había celebrado todas y cada una de las banales anécdotas con las que le habíamos acribillado entre trago y vianda. Aquel tipo tenía los ojos brillantes de un niño chico, de alguien convencido de que estar vivo es algo maravilloso, pero nadie podría adivinar todo lo que debía haber visto en realidad.
Cuando me lo volví a encontrar por casualidad y le dije lo mucho que valoraba que alguien como él no fuese por ahí contando batallitas, sonrió tímidamente y cambió de conversación. Aún así, yo me fui viniendo arriba y, entre cerveza y cerveza, acabé preguntándole entusiasmada si alguna vez le habían apuntado con un arma a la cabeza. Mira, yo qué sé, me pareció oportuno. A los que nunca nos han apuntado con un arma a la cabeza nos parece el súmmum de vivir al límite. Él, sin dejar de sonreír y frunciendo el ceño como si yo fuese una exagerada que ha leído demasiadas novelas bélicas, dijo: “No, nunca”. Y luego, dando un trago a su cerveza y sin inmutarse siquiera, añadió apagando su cigarro: “una vez intentaron secuestrarme, pero solo me apuntaron al pecho”. Yo apuré la mía de un trago y pedí dos más. No volvimos a hablar de la guerra.
Ni imaginarme quiero lo que habría sido una cena con Pablo Iglesias tras el parto de Irene Montero.
“¡El horror! ¡El horror!”
Lo decía el coronel Kurtz en “Apocalypse Now” pero bien podrían ser las últimas palabras de un futuro y vetusto Iglesias, febril y moribundo, al echar la vista atrás y recordar su particular Vietnam, sus tres meses contados de baja por paternidad.
No me gustaría parecer peliculera pero ahora mismo suenan de nuevo The Doors y esto es el final.
Dios. Adoro el olor a pañal por la mañana...
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