Restringido
El sostén de un siglo
El sujetador, lejos de su indudable papel seductor, se ha convertido en un símbolo de moda y social y en una prenda indispensable de combinar, aunque no se vea.
Decía Roland Barthes que nos fascinaba aquello que nos gustaba pero no terminamos de comprender del todo su por qué. Nunca puedo evitar, al pronunciar la palabra sujetador, recordar la escena de una vieja película en la que una atractiva mujer, sentada en la cama como si se tratase de un cuadro de Edward Hopper, esta vez en blanco y negro, se abrochaba con un delicado movimiento, repetido mil veces desde su adolescencia, esa prenda inmediatamente antes de salir con su amante a la calle de alguna ciudad de EEUU. Ese gesto, fotografiado también mil veces, nos introduce perfectamente en la cuestión. El sujetador es una sencilla pero sofisticada prenda –perdonen la aparente contradicción– del guardarropa de cualquier mujer occidental que se precie de serlo. Es casi el símbolo perfecto de la civilización cristiana, burguesa o capitalista. Elijan ustedes a su gusto el concepto, porque seguro que hay una tesis doctoral para demostrar cualquiera de las tres. No es de extrañar que en mayo del 68 un conocido «fantasma de la libertad» recorriese Europa y América sugiriendo que esa prenda debía suprimirse del vestuario de cualquier mujer con cerebro (sic), por no hablar de aquellas, mucho más comprometidas con las causas más banales del feminismo, que lo quemaron públicamente como señal de rebeldía o, mejor dicho aún, como primer símbolo de la entonces tan ansiada como mitificada emancipación femenina.
Todas las leyes sociales funcionan como un péndulo desde que lo anunció Alexis de Tocqueville en su imprescindible «El Antiguo Régimen y la Revolución», así que tras ponerse muy de moda «quitárselo», volvió a ponerse de moda «ponérselo». Viviendo esta vez una de las «ondas largas», que diría Kondrátiev, más felices de dicha prenda. Y no lo sugiero sólo porque a mí, como a millones de hombres, los sujetadores nos fascinen, en realidad nos fascina toda la ropa interior femenina. Creo que en lo único en que son definitivamente superiores las mujeres a los hombres, ironizaría Groucho Marx, es que ellas pueden ponerse zapatos de tacón y ropa interior con verdadero «charme»... ¿Cómo comparar nuestros calzoncillos, por más que lleven escrito Calvin Klein, Giorgio Armani o Dolce & Gabbana en su cintura, con esas exquisitas especialidades de la lencería y la corsetería internacional? ¡Mon Dieu! Suspirarían Jeanloup Sieff, David Hamilton, Helmut Newton o Ellen von Unwerth cámara en mano.
- El éxito de la sencillez
Un sujetador es una prenda muy sencilla que intenta como su nombre sugiere proverbialmente, sujetar el pecho de las mujeres. Tras esa primera función indiscutible, enseguida se le añadieron muchas más, pues a la de ocultar, tan religiosa ella desde la expulsión de nuestros padres del paraíso terrenal, se sumó la de resaltar, por no hablar de la última y más delicada, la de perfeccionar incluso lo que desnudo ya parece perfecto. Que se lo pregunten a las chicas de las campañas de Victoria's Secret o a los conocidos ídolos deportivos con los que les encanta salir a cenar. Gisele Bundchen, Eva Herzigova, Adriana Lima e Irina Shayk no sólo comienzan la lista de las mujeres más deseadas por todos los hombres del mundo, sino también la de las más envidiadas por todas las mujeres de la tierra. Esa imagen «modélica» la mayoría de las veces, además de mostrar un cuerpo «perfecto» incluye un sujetador «ideal». Confieso que el adjetivo ha sido deliberadamente escogido como un giño a todas las estilistas, blogueras y «personal shopper» que en el Fashion Sistem son.
Aunque hay exquisitas mujeres felices con su pequeño pecho, una reminiscencia siempre aristocrática que se resiste a morir, pongo a Veruschka, Marisa Berenson o Charlotte Rampling como ejemplos, vivimos hoy una época de admiración casi neurótica por las mujeres guapas, altas y delgadas, pero con pecho, con mucho pecho, lo que no deja de ser un anacronismo tanto morfológico como estético. Un milagro o una perversión, depende de cómo se mire, del modelo dominante de belleza femenina, impuesto universalmente gracias a los dictados del «Playboy», por no hablar del «star system» de Hollywood. A ambos les gustan las mismas mujeres, según infiero de una crítica muy resentida de la actriz Linda Fiorentino a sus consabidos casting. Aunque Keira Knightley tiene su público, masculino y femenino, Scarlett Johansson parece ganar por goleada, también en ambos sexos. De ahí que insista en sugerir que vivimos una ola de prodigiosa prosperidad para la mencionada prenda. A más pecho, más sujetador –elemental, querido Watson–, pues no es sólo que aumente la talla, que también, sino que aumentan las ventas, aumenta la publicidad, aumenta la calidad de la publicidad y termina por aumentar hasta el valor icónico de esa prenda en el guardarropa de cualquier mujer que aún sueñe con gustarse frente al espejo.
Más de medio siglo de exquisitas sugerencias firmadas por Christian Dior, Chantal Thomass, Andrés Sardá o La Perla, inundan las revistas de moda de ejemplos al alcance de cualquier interesado en la materia. Por no hablar también de Giorgio Armani, Calvin Klein, Jean Paul Gaultier, Dolce & Gabbana, Women'secret, Ohyso o Intimissimi, que han hecho una verdadera revolución en la prenda, en su imagen, en su mal llamada «democratización» y hasta en la importancia que ésta ha adquirido en la cultura femenina de nuestro tiempo.
El admirable y admirado sujetador, también llamado en castellano sostén, ónimo que me remite a la inexorable carga moral de la prenda durante nuestra posguerra –lo estoy escuchando en las novelas de Cela, de Torrente Ballester, incluso del primer Umbral–, es un pequeño trozo de tela que cubre el pecho, con tirantes a los hombros –también los hay sin tirantes si así lo requiere el vestido– y con un cierre de corchetes o invento similar en la espalda. Pero como todas las cosas realmente importantes de la moda, a ese escueto bagaje fundacional, la necesidad y el gusto, el buen gusto habría que reconocer, no han parado de añadirle perfecciones en un siglo –con la historia de la moda en la mano también podría decir en tres o en treinta–. Desde hace mucho tiempo, esa sofisticada perfección que parece tan sencilla se ha conseguido jugando sin fin con todos los tejidos posibles e imposibles, con todos los colores, las formas, los adornos y demás delicadezas tecnológicas que la prenda ha ido incorporando. Por eso, aunque pudiese parecer una contradicción, me he atrevido a decir que era una prenda sencilla y sofisticada a la vez.
- Cuestión de historias
No les extrañe que les provoque diciéndoles que toda la historia del traje es una historia del sujetador, por no decir del pecho, pues es evidente que desde la famosísima imagen de las damas de Creta hasta nuestros días, pasando por la exuberancia del barroco o las «increíbles y maravillosas» transparencias del neoclasicismo, una de cada dos miradas que Adán le ha dirigido a Eva es para su escote. La otra, como habrán supuesto, ha sido para la hoja de parra. Por eso me apresuro a añadir que los escotes verticales y un poco angelicales o espirituales de la Edad Media o los escotes horizontales y un poco cosmopolitas o exhibicionistas del Segundo Imperio o de la Belle Époque rivalizan en nuestra memoria con aquellos que les debemos a las chicas Bond. Ya saben, las atractivas protagonistas de una de las sagas cinematográficas más populares de nuestro tiempo, que nunca consiguieron librarse de la conocida escena de seducción a manos del irresistible 007. El agente secreto de Su Majestad tenía licencia para matar, y también para amar. De ahí que sus exageradas aventuras se hayan convertido en una de las más apreciadas historias psicoanalíticas de la Guerra Fría y, de paso, de la belleza femenina de todo el XX. Un siglo que, como ustedes se podrán imaginar, termina con la imagen de una mujer que está poniéndose su sujetador ¿o prefieren la escena en la que se lo está quitando? Woody Allen no tendría ninguna duda. Es un director de cine «optimista».
Prenda cotizada
El destierro del molesto corsé
Un vestido inapropiado para una simple fiesta significó el destierro de los aparatosos corsés y la bienvenida a toda una industria. Y es que Mary P. Jacob no consideró oportuno ir con uno de estos «caparazones» debajo de su traje ya que se veía de más. Por ello, decidió improvisar lo que nunca antes se había visto: un sujetador. Tan fácil de decir ahora, pero tan difícil de imaginar en la época. Con éstas mismas, la señora Jacob cogió un par de pañuelos y una cinta y realzó sus senos sin necesidad de engorrosos artilugios. Y así se presentó ante los suyos. Todo un éxito. Entre las asistentes a aquella noche de 1914 triunfó la idea y desde entonces no ha parado de crecer. Eso sí, los principios no fueron fáciles. Tras fundar su propia compañía, la ingeniosa mujer tuvo que vender su patente a una empresa mayor, y con más fe en el proyecto. Así, sorprende que una prenda tan engorrosa como el corsé tuviera que verse apartada de los vestidores por una cuestión estética y no práctica. Pero sólo de primeras, pues la época belicosa deparó una vida más activa a las mujeres en fábricas y demás negocios, una oportunidad única para desprenderse de las opresiones y estrangulamientos del tan poco práctico corsé. Por ello, las ventas dispararon y pronto se convirtió en el indispensable que es hoy. Primero evolucionó en los años 20, con unos tejidos mucho más elásticos y cómodos. Después, en la siguiente década, llegó la hora de normalizarlos y surgieron las primeras tallas estándar y los diferentes cortes. Más tarde, entre los 40 y los 50, las tendencias empezaron a hacer de las suyas e implantaron las copas picudas para realzar la zona. Y así fueron adaptándose a los tiempos hasta convertirse en una de las prendas más cotizadas, por ellas y por ellos.
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