Cuba
Jorge Edwards: «Neruda me quería porque no le hablaba sólo de literatura»
El también embajador chileno nos regala «El descubrimiento de la pintura» y confiesa que desea vivir en Madrid
El ganador del Premio Cervantes en 1999, que tantas veces ha generado espléndidas ficciones a partir de anécdotas de su vida y de sus afectos cercanos, nos regala un nuevo título: «El descubrimiento de la pintura» (Lumen). A pocos meses de concluir su trabajo como embajador chileno en la capital del Sena antes de instalarse en Madrid, hablamos de su nuevo libro y sus proyectos.
-La obra surge durante la redacción de sus memorias: ¿consecuencia de la excavación anímica?
-Es como un cabo suelto de mi pasado, un personaje de mi infancia que he construido según una memoria lejana de alguien que existió pero yo he ficcionado.
-Las interrumpió para hacer un hueco al protagonista de la novela, un ser tan pequeño que sólo era pintor el fin de semana.
-Era importante porque representaba la vocación extravagante, apasionada, conmovedora e incluso patética. Un hombre que vende tornillos durante la semana y es pintor los domingos.
-En usted, del resultado de ficción más realidad, qué surgen, ¿casi-novelas o ultra novelas?
-(Risas) Eso dicen, pero es una novela como cualquier otra. Parto de un personaje real sobre quien construyo una ficción.
-Fonfo no ve cuadros ajenos. Su desinterés, ¿es una defensa para proteger su deseo de pintar?
-Sabe que está en un mundo remoto en el que la pintura no importa. Prefiere no ver nada que contamine su ilusión de hacer cuadros de fin de semana. Hay un pariente mío que tiene un cuadro de él que quiero conseguir. Nunca poseeré un Picasso, pero deseo una obra de él.
-Porque era pariente suyo....
-He alterado su nombre, pero sí. Era primo de mi madre y le llamé «Fonfo» siempre
-Como el personaje de «El tiempo perdido», de Proust, sucumbe ante el arte...
-Cuando se ve frente a «Las Meninas» viene la crisis. De vuelta a Chile, diría: «Se me olvidó pintar». Quizá nunca superó la parálisis. Ha sido descrito como inmovilización sthendaliana. Cuando vio una obra de arte perdió el gusto por pintar, por vivir... Y murió.
-El narrador (usted) está subyugado por Fonfo: «Si no era artista de la pintura, o no del todo, lo era en alguna parte».
–Acaso su arte estaba en mi mirada. Hay una identificación pues yo era un niño que leía, oía música y veía a este extravagante personaje que se ganaba la vida vendiendo cerraduras, pero, al terminar la semana, era pintor. A su personaje le mató el conocimiento, ¿el pecado original?
-Y su narración es deliberadamente insegura. Cuando quiere relatar algo, lo repite, como tratando de justificarse diciendo las mismas cosas de una y otra manera.
–Porque hay muchas conjeturas. No sé cómo era su casa, ¡no sé tantas cosas de Fonfo! Como que fue expulsado del ejército por «hacer demasiadas preguntas»
-Vamos, que no era muy heterosexual para los milicos...
-(Risas) Sí. Lo que se decía ser del «otro lado».
-En el fondo, es una novela de iniciación pero sin mentor. Qué raro.
-Digamos que es como un proceso de recapitulación de muchas cosas que empezó con mis memorias.
-¿La escritura es un ensayo del Juicio Final donde nuestras vidas son puestas en la balanza?
-Se acerca mucho a eso. Al escribir retrasas un final que es inevitable... porque no se puede retrasar todo el tiempo. Aunque yo estoy en esa tarea.
-Reivindica la figura del escritor humanista, aquél que busca con su obra dar una explicación global del mundo. Pero, ¿querrán oírlo los demás?
-¡Noooo! La gente quiere pasar el tiempo y que la literatura les sirva como la morfina, para adormecerles. Pero yo insisto en lo mío. Al menos, tengo lectores fieles.
-¿Hay una función social, real, de la literatura?
-(Risas). Eso fue una majadería de la izquierda y el estalinismo que quería imponer un realismo social y que era aburrido y ahuyentaba a los lectores. La función social de la literatura consiste sólo en la literatura. Que puedas mejorar el mundo para mí es bastante dudoso.
-¿Qué se siente escribiendo en la misma habitación que lo hacía Neruda?
-Estoy en la misma embajada y en la misma habitación que habitaba, aunque no sé si escribía ahí. Aquí también escribió Alberto Blest Gana, y Huidobro pasó por aquí. Hay algo muy literario en este edificio.
-¿Por qué cree que le quería tanto Neruda?
-¡Porque no le hablaba de literatura todo el santo día, como otros!
-Le imagino al final de una jornada, sacando del cajón un cuaderno, mientras el reloj marca las seis y media de la mañana antes de ponerse a redactar memorandos.
-Pues si te digo la verdad, es casi así... Supongo que seré el último diplomático escritor que exista. Porque a los escritores no los van a querer más para diplomáticos porque se nos olvidan las cosas, estamos distraídos, desordenados. Creo que soy el último.
-¿Hacia dónde camina Cuba con un Fidel casi momificado y un Raúl desorientado?
-Lo tengo muy claro: hacia la muerte de Fidel y el inevitable cambio.
-Cuando el próximo año termine su labor como embajador, ¿volverá a Chile, se quedará en París o se vendrá a España?
-Finalizo en marzo y busco un lugar en Madrid. Quiero vivir aquí. Chile está muy lejos y sólo está bien para ir a morir y, de momento, no tengo ninguna intención de morirme.
-¡No desayunará con las hostilidades de los mercados, las deudas externas....!
-Eso me lo quito cada mañana, cuanto antes, para que no se indigeste el café.
-Ya ha terminado su nueva novela: «Retrato de María»; la historia de la joven chilena que ayudó, en la Francia ocupada, a salvar del exterminio a muchos bebés...
-Es el reverso de la Sor María española, ¿verdad? Estoy terminando de trabajar en esas páginas. Incluso hoy por la mañana he estado durante una hora con ello. Hago toda una revisión social que me está gustando bastante.
-Y su esperado segundo volumen de memorias... ¿Para cuándo?
-Cuando termine este «Retrato de María» descansaré y, ya instalado en Madrid, me pondré a ello.
-Y podremos leer todas esas situaciones que tan bien conocemos....
-Sí, sí: el joven Vargas Llosa, el joven Cortázar, Allende... ¡Un poco de paciencia! (risas).
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