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La boda de los ex acabó en una fiesta de disfraces
Superado el subidón, ya con las del alba, se produjo el desmadre que no se preveía en el solemne enlace castellano, en el corazón de Segovia, entre Cristina Saínz y un Israel Rayón, conocido por sus años emparejado con esa mujer bravía, una especie de fierecilla sin domar, que es Vicky Martín Berrocal. La andaluza ya tiene tienda en la sevillana calle Cuna, en la que compite con la histórica Lina, Rosa Clará y Pronovias. No se anda por las ramas y va a lo grande. Así es ella y Bayón no supo ponerse a su altura aunque dicen que soportó lo indecible. Me cuentan acerca de una serie fotográfica que todavía no circula, aunque no perdamos las esperanzas, con los invitados en plena juerga que casi llegó al despendole. No sé si llegarán a publicarse porque están en manos de alguien con injusta fama de crúel, que en el fondo es un bendito. Pero se ríe mostrando tan jugoso material captado en la fría madrugada que sorprendió a los invitados entibiados por la buena comida y los mejores caldos. Estaban a tono y algo más. Sólo había que ver a Javier Hidalgo, ya conocido por sus habilidades manuales a la hora de despejar, casi por arte de magia, las prendas más íntimas de sus propietarias sin que ellas ni se percaten. Demuestra igual maestría, digna de Houdini, para los negocios. Un ejemplo: contaba por qué acaba de soltar el 70 por ciento de Globalia, que seguiría en manos de su padre, el inefable Pepe Hidalgo y su hermana María José, nuevamente residente en Madrid como punto estratégico empresarial.
Bajo chaleco de piqué cruzado, Hidalgo promete seguir dando guerra empresarial. Estéticamente compitió con el chaleco escocés de Fonsi Nieto, que aunque está más delgado todavía le sobran algunos kilos para estar en su peso. Impacable fue el granate de Aitor Ocio, de los primeros que inició el desparrame sin perder sus bilbainas formas. Arrancó suspiros como Rosauro Baro, que poco se deja ver con la espléndida Amaia Salamanca. Se intuye mal rollo entre la pareja que juega a esquivar a los fotógrafos, como si a ella le bastase su cara bonita y quedar bien en «Gran Hotel». Cuánto les queda por aprender de las accesibles estrellonas que animaron la Croissette durante el festival de Cannes, una auténtica exhibición de grandes películas. Amaia tiene los reparos, la inexpresividad o la timidez de otras de su generación, que, al fin y al cabo, están cortadas por el mismo patrón en cuanto a distanciarse de los medios. Estos comportamientos son impensables en una Rossy de Palma, que la otra noche montó un «show» para Salvatore Ferragamo. Saca partido a las oportunidades, ya que no todo es una cara tersa y bonita.
Pero volvamos a la boda de marras. Algunos galanes causaron pasmo cuando se pusieron tocados con pelucas femeninas. Sobresalieron por su gracia, gestos y donaires, Juan Peña, que casi se quedó afónico según me contó dos días después un Aitor que también tomó la apariencia de un cuasi travestido –¡lo que pensaría Laura Sánchez!– Fonsi y el resto palmeados por la descacharrante Arancha de Benito, espléndida con un traje coral que realzaba su morenez igual que Raquel Meroño, vestida de amarillo y feliz porque su «¡Válgame Dios!» es lo más a la hora de planificar una cita –es más que recomendable visitar el sótano con una exhibición de vestuario– venciendo a los antipáticos y poco profesionales de «La Bardemcilla», que se han visto obligados a cerrar. Alba Carrillo superó su separación de Fonsi, al que apenas miró y se vio nostalgia en el rostro del deportista, ahora reemplazado por Feliciano López, que tantos quebraderos de cabeza dio a Alejandra Prat y a María José Suárez. Mónica Martín Luque juró que no «volveré ni loca con Coco», refiriéndose al hijo díscolo y faltón de la Infanta Pilar, que mantiene sus despropósitos comprometiendo a la «royal family». Fue lo más parecido a un carnaval. Ojalá publiquen las instántaneas porque están todos retratados y retocados, cuán fiesta de disfraces selecta.
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