Muere Alfredo Landa
Maite, el ángel de Alfredo Landa
Fue su gran apoyo durante los últimos años que pasó en una residencia tras sufrir un ictus, tal como explicó en una de sus últimas entrevistas que ahora reproducimos
Era un cascarrabias entrañable, decía siempre lo que quería, muchas veces sin pensarse las cosas dos veces, lo que le trajo algunos problemas. A Alfredo Landa le gustaban poco las entrevistas, e incluso renegaba de los periodistas, pero tenía un fondo increíblemente humano. Fuimos amigos durante más de treinta años y me comentaba con una cierta ironía que yo era «uno de los pocos hijo puta periodistas a los que quiero de verdad». Él era así de directo. Curiosamente, nuestra amistad nació de un desencuentro. Discutimos en el plató de la serie «Lleno, por favor», que él protagonizaba, fue una bronca tremenda, pero a los pocos días, en un reencuentro, tuvimos la generosidad de otorgarnos el perdón.
Alfredo convalecía en una residencia madrileña, intentaba recuperar las buenas sensaciones vitales que un ictus le quitó en enero de 2009. Horas antes de su muerte, sobre las dos de la tarde del jueves 9 de mayo, su esposa Maite estaba con él, y nada hacía presagiar que le quedaban pocas horas de vida. Se marchó en silencio y sin sufrimiento. La familia decidió que los actos funerarios se llevaran a cabo en la más estricta intimidad.
Ayer, en el cementerio de Santa Ana de Colmenar Viejo, sobre las once y media de la mañana, sus restos fueron incinerados en presencia de amigos y compañeros de profesión entre los que se encontraban José Luis Garci, Enrique Cerezo y Pepe Carabias, entre otros. Sus cenizas descansarán donde el actor quería, en su tierra pamplonica.
Pánico a la silla de ruedas
Landa me concedió la última entrevista de su vida hace ahora tres años. Le llamaba continuamente en vano por teléfono para conocer su estado de salud, y un día contestó personalmente: «Me voy recuperando del ictus poquito a poco, lo que más me revienta es que estoy en una silla de ruedas. Lo llevo muy mal. Porque soy un culo inquieto y me joroba la inactividad. En la clínica en la que me tratan me dicen que tenga paciencia, que voy a poder correr la San Silvestre vallecana este año, ja, ja, ja». Intentaba ser convincente aún sabiendo que ni él mismo creía en sus palabras. Hablamos de Maite y ahí aparecía el Alfredo más cariñoso: «Es la mujer de mi vida, mi ángel, mi aliento y mi pasión, mi mayor apoyo en estos momentos tan duros. Es maravillosa, y no se separa de mi lado».
El ictus le dejó tocado, pero seguía presumiendo de que «la pelota, el coco, lo tengo cojonudo, estoy muy lúcido. Hazme un examen si quieres... Hasta me he vuelto muy mimoso».
– ¿Se ha ido para siempre el cascarrabias?
–Hombre, no, el carácter no lo pierdes nunca, pero a pesar de todo soy muy buena persona, tú lo sabes bien. Quizá tendría que suavizar un poco el carácter, pero ya es difícil a estas alturas de la vida.
–Menos mal que eres un hombre muy positivo...
–Y con una gran fortaleza. Si no fuera por esto, no habría salido adelante. ¿Sabes que, aunque me han dicho que me cuide, ya me dejan comer y beber de todo? Dentro de nada podré tomarme esos gin tonics que me salen tan buenos.
Desde aquel día ya no pude contactar de nuevo con él. Tan sólo nos unía un contestador automático en el que le fui dejando en estos dos últimos años mensajes de cariño y de esperanza. A finales de 2010 pude hablar con sus hijas, Idoia y Ainhoa, que representaron a su padre en la entrega del premio «Ictus». Y me ratificaron lo que ya sabía, que Alfredo «sigue siendo un poquito cascarrabias, pero tiene momentos muy divertidos y muy buenos. No está aquí hoy porque no le gusta que le vean en su estado actual, quiere estar perfecto para todo, es su forma de ser. Estamos esperanzados de que se recupere; nunca tiraremos la toalla...»
Sus últimos meses de vida han estado marcados por la rutina en una residencia de la zona norte madrileña. Una existencia muy tranquila y discreta, algo que le caracterizó siempre. Aún recuerdo una de sus frases, en una de nuestras conversaciones cotidianas, cuando surgió el tema de la muerte: «Si hay que morirse, pues se muere uno. Ya he vivido lo mío, que ha sido mucho. He tenido una existencia cojonuda, y soy consciente de que algún día tendré que irme al otro mundo. Y, ¿sabes?, no le tengo miedo a la muerte».
Protagonizó más de ciento treinta películas, pero, tras retirarse, un día me sorprendió con palabras tan inesperadas como éstas: «Lo más bonito del mundo es no hacer nada. Hoy disfruto del mejor premio: mi mujer. Y no lo cambio por nada». Quería vivir todo lo que la profesión no le había dejado disfrutar. Pero el destino es tan injusto que apenas le dejó tiempo de ocio en esa vida de jubilado. Un ictus rompió sus ilusiones. Muchos nos dolemos de no haber podido despedirnos del amigo, de un hombre con un carácter fuerte, pero con una sensibilidad fuera de lo normal. «Si no hubiera sido actor, habría sido un piernas», me dijo en una ocasión aquel hombre que sólo creía «en mi familia, en Dios, en Franco y en don Santiago Bernabéu».
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