Gente
Los días perdidos
Cuando llega la primavera siempre pienso en el renacer de la vida, la sensación de dejar atrás un túnel oscuro y triste. Soy mujer de sol y mar, de naturaleza y campo. Es en esos momentos en los que me siento cerca de ellos cuando estoy más plena y feliz. Recuerdo al terminar el colegio, siempre el 21 de junio, sentir en nuestra casa los preparativos de las vacaciones. Era una locura de baúles, sí, sí, baúles de mimbre, en los que se iba guardando desde un traje de baño a unas botas katiuskas de goma, las que ahora se llaman «Hunter». Porque nuestros veranos siempre eran de tres meses, en Asturias, así que teníamos que ir preparados para todo. Salíamos desde Valencia, donde vivíamos entonces, para cruzar España y adentrarnos en el brumoso Norte. Asturias, tierra de mi familia materna junto a León, siempre ha sido la adoración de todos nosotros.
Llegábamos como el circo, con dos coches cargados y dos personas que los conducían porque mi padre nunca nos acompañaba en esa aventura. Nos despedía supongo que horrorizado de vernos partir como «titiriteros». Hasta viajábamos con nuestro pájaro en la jaula. La llegada y organizar nuestra casa junto a la playa era otra fiesta. Todos ayudábamos y por la noche mi madre siempre ponía música y bailábamos, desde la gente de servicio a los niños felices de encontrarnos allí. Uno de los chóferes nos enseñó a bailar el mambo y aún no lo he olvidado. Lo más era despertar con el aroma del mar, abrir la ventana, sentir su olor mezclado con el de los geranios. Ver las hortensias con gotitas de agua del rocío, la hierba cortada y su frescor, salir corriendo para darme mi primer chapuzón con la playa vacía.
Al volver tras un largo baño en el que me dejaba flotar sobre las olas del Cantábrico siempre recio, siempre embravecido, estaba esperando el olor a café y a mantequilla fresca en rebanadas de pan calentito recién hecho. Después de estrenar mi traje de baño me reencontraba con mi pandilla y el chico que me gustaba y con el que me había pasado el invierno intercambiando cartas de amor adolescente. Esperaba las fiestas del Carmen con enorme ilusión para vestirme con el traje típico de Llanisca e ir a la procesión con mis amigas y mi hermana. También los chicos se vestían, bailábamos el «Pericote», una danza muy antigua llena de simbolismo. Mi cumpleaños, el 1 de agosto, también era otra alegría. Mi madre nos despertaba con un collar enorme lleno de «chuches» y la música de «Las Mañanitas», que algunas veces incluso fueron al amanecer con mariachis que contrataba un amigo mexicano que nunca olvidaré. Ese momento fue inexplicable, no hay nada más emocionante que sentir la música de mariachis despertándote en tu cumpleaños. Quería que el mundo se parase. El paraíso de nuestra infancia y adolescencia se recoge en nuestra memoria. En esos momentos de relajo de los días perdidos, sin ninguna responsabilidad, tonteando con la vida, creyéndote que siempre sería así de maravillosa. Aprendiendo a enamorarte, a seducir en la explosión de tu belleza, tomando conciencia de que eres una mujer o más bien un proyecto de lo que llegarás a ser, antes de que se filtrase el dolor, la pérdida, la realidad... Siempre he pensado que la fe es un don que nos da seguridad, que nos hace poseedores de una verdad trascendente. Hay cosas en las que creemos de una manera incondicional. Tu familia, tu religión, incluso tus ideas políticas. Esos faros a los que te enganchas de pequeña y a los que quieres aferrarte el resto de tu vida. Conceptos incuestionables que, sin embargo, no lo son. Ayudan a vivir. Piensas: ¿Qué sería de mí sin mis principios? Si renunciase a ellos, nada sería igual. Me sentiría débil y sin rumbo. Sin embargo, ahora tengo la sensación de que todo lo que me rodea se desmorona. Quizá no sea tan dramático, pero me lo parece. Mis principios, mis valores y mi fe son mi refugio.
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