Europa

Portugal

Literatura de compromiso

La Razón
La RazónLa Razón

Tengo ahora en mis manos «Sobre el iberismo y otros escritos de literatura portuguesa» que se publicó hace veinte años. José Saramago escribió el prólogo y Ángel Crespo el epílogo, dos grandes escritores y dos grandes iberistas. En ese libro, yo trataba de hacer una historia de las relaciones culturales entre España y Portugal a lo largo de los siglos y, sobre todo, del XIX y el XX, con escritores españoles como Valle-Inclán, Pardo Bazán, Juan Valera y Eugenio D'Ors o Fernández Flórez; y portugueses como Teixeira de Pascoaes o Fernando Pessoa. Intenté acercar ambos países rescatando los vínculos históricos y culturales que nos unían.

 

Y uno de esos iberistas contemporáneos era Saramago, que entendió muy bien la importancia de ese vínculo indestructible entre España y Portugal, sobre todo de cara a las relaciones con los países iberoamericanos, que fue lo que desarrolló en su novela «La balsa de piedra». De alguna manera se preguntaba para qué España y Portugal necesitaban a Europa cuando tenían un continente hermano, y otras partes en el mundo, con las que entenderse y que pertenecían a las mismas raíces culturales. Saramago era un iberista, uno de los más grandes escritores de literatura portuguesa, uno de esos gigantes que, por familiar y amigo, no nos damos cuenta de la suerte que hemos tenido de ser uno de sus contemporáneos. Para mí fue fundamental su novela «El año de la muerte de Ricardo Reis» porque entendió muy bien los heterónimos de Pessoa y ayudó a que muchos lectores comprendieran la historia reciente de Portugal. Saramago era una persona que conocía muy bien el alma humana. Perteneció a una familia humilde, campesina. No había tenido estudios, era autodidacta y conocía las dificultades y la injusticia. Siempre estuvo con los desfavorecidos. Los defendió desde su literatura. Ése fue su compromiso: denunciar los desequilibrios sociales. Por eso fue relegado y perseguido, precisamente, durante la época en que lo conocí. Eso le convenció para dedicarse a la literatura y en los últimos treinta años escribió sus grandes obras. No era creyente, pero como todos los hombres que no son creyentes fue educado en la religión. La cultura pesaba sobre él, y aunque era ateo, leía la Biblia. Parte de sus mitos provenían, como para nosotros, de la religión. Él reescribió esas historias, las releyó a su manera y les dio verosimilitud. Pensaba que esa figura era una creación de la necesidad del ser humano. Tener a alguien por encima para controlar la ética y la moral de las personas, por una idea justiciera del bien y el mal. Creía que Dios no había creado a los hombres, sino que los hombres habíamos creado a Dios como un referente totémico que imponía una moral y una manera de comportarse que ordenaba la existencia.